Hay lágrimas que emocionan. Las de una madre viendo a su hijo levantar una Copa. Las de un abuelo abrazando a su nieta en la grada de La Cartuja. Y luego están las otras: las lágrimas de iguana. La iguana, animal fascinante que llora sin emoción simplemente para expulsar la sal, tiene en estos tiempos su representación más lograda en ciertas entidades futbolísticas, presuntos caballeros del honor. Entidades que, incapaces de gestionar la frustración como adultos, se entregan a una llorera preventiva que ni las tortugas marinas en época de desove.
El Real Madrid, en vísperas de la final de Copa, decidió que no bastaba con entrenar, motivar o planificar. Había que montar la ceremonia del bochorno. Una pataleta de libro, envuelta en una renovada y recurrente barcelonitis, donde el Barça, con sus penurias y sus canteranos, ocupa más espacio mental en el Bernabéu que los propios rivales. Fue una reacción cobarde, silenciosa, solo explicada por canales oficiales de Florentino mutando en José Luis Moreno.
El Madrid decidió montar la ceremonia del bochorno, una pataleta de libro
Las críticas al arbitraje fueron el marco perfecto. Y, como la vida premia la constancia, lograron su objetivo: amedrentar a De Burgos Bengoetxea antes de que sonara el himno. El colegiado, que había llegado a Sevilla con la vitola de árbitro valiente, acabó transmitiendo la misma determinación que una gelatina puesta al sol. No ayudó, por supuesto, la impresentable comparecencia arbitral. Una mezcla de chulería y drama innecesaria, sin ningún guion, con una nula preparación, que rompió la norma no escrita más sagrada del gremio: los árbitros no hablan nunca y menos antes de una final. (¿Por qué no dan hoy una rueda de prensa con todos los árbitros juntos?)
Entre tanta lágrima fingida, entre tanta conspiración reciclada de temporadas pasadas, surgió un Barça que, en su versión más joven y descarada, plantó cara a la marejada blanca. Con un Cubarsí que parece no tener edad ni vértigo, y un Koundé que remató empujado por toda la afición blaugrana. Así que sí, hubo lágrimas. Muchas. Algunas de iguana, otras de frustración mal gestionada y las auténticas del Barça. Pero en el fútbol, como en la vida, no gana quien más llora. Gana quien se pone, se repone, se arremanga y trabaja. El resto pueden seguir llorando. La iguana, al menos, no presume de ello.
