Un lunes a tientas

A las 12.33 del lunes (otra terminación de lotería para supersticiosos), la Península regresó al siglo XIX, cuando Chéjov dijo que la electricidad era una forma de amor al prójimo más genuina que cualquier moralina. Un apagón total nos empujó al modo unplugged: espacios a oscuras iluminados por móviles a modo de velas; quirófanos al aliento de los generadores; trenes detenidos como caballos de escayola; rehenes en ascensores y vagones; datáfonos mudos y camareros haciendo sumas con bolígrafo. Bastaron cinco segundos –el tiempo de una respiración– para un colapso del que ahora se revisan millones de datos en busca de unas causas que queremos conocer.

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Enric Fontcuberta / Efe

Cerca de l’Albi, un pueblo de setecientos habitantes en Les Garrigues, se detuvo un AVE. El pasaje caminó dos kilómetros, entre balasto y polvo, hasta llegar al pueblo, que en un parpadeo casi duplicó su población. Una escena salida de La última noche del mundo, de Ray Bradbury, donde lo extraordinario sucede con calma doméstica.

A las dos me despertó la lámpara del techo: feliz regreso al siglo XXI

No estaba yo en l’Albi, sino más al sur. Cuando todo se apagó, decidí no tomar mi vuelo desde Málaga. Por delante, catorce horas sin electricidad, cobertura ni internet. ¿Qué hace alguien solo, en casa ajena, sin los ruidos artificiales del mundo? Escuché podcasts descargados hasta que el móvil murió, tiré de un viejo tarot buscando una pista: demasiadas Espadas y El Diablo, nada alentador. Me serví una copa de vino… o quizás dos. Me duché con agua fría, salí a la terraza, tomé tres valerianas. En el portátil puse Sleep, de Max Richter, pero el insomnio pudo más. Por suerte, tenía en la tableta Canon de cámara oscura de Vila-Matas, y… sorpresa.

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Un gran apagón en Barcelona alarga indefinidamente la vida de unos androides programados para durar cuatro años. Me dormí preguntándome si ahora gozaremos de la imprevista longevidad de los Denver-7. A las dos me despertó la lámpara del techo: feliz regreso al siglo XXI. “Bombilla, luz de mi vida…”, pensé, emulando a Nabokov.

Aguardaban mil mensajes. Uno era de los ilustradores de Lviv cuyos libros traduje antes de la invasión. “¿Aceptaréis la ayuda de Zelenski para el apagón?”, decían en broma, acostumbrados a organizar su vida según los cortes de luz. Su rutina, nuestra excepcionalidad.

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