Mi vida sin luz fue, como la de todos a los que afortunadamente el apagón nos pilló en casa, una experiencia soportable. Aunque ya se sabe que cuando te sabes las respuestas, te cambian las preguntas y que, para el próximo desastre no servirán muchas de las lecciones aprendidas, a pesar de los inconvenientes hay que reconocer que, en las quince horas que duró el apagón en mi pueblo, también pasaron cosas agradables.
De entrada, con el vecindario en la calle haciéndose preguntas, me convertí en una especie de faro y no por ser la única que conservaba un transistor de pilas, sino porque los infelices creían que por mi condición de periodista tenía información privilegiada. Normalmente solo me paran para preguntarme si es verdad que los Reyes se divorcian o si la princesa Leonor tiene novio. La otra noche, me sentí realizada cuando un vecino, alegando mi adscripción a La Vanguardia (sello de calidad, donde los haya), hizo callar a la descerebrada del barrio que insistía en que había llegado el apocalipsis, mientras yo me empeñaba en desmentirla.
Sin luz, ni internet, las horas en silencio fueron un bálsamo para los sentidos
Una amable pareja de franceses, que ocupaba un alojamiento turístico, se sumó a la fiesta callejera sin protestar porque el apagón les había fastidiado sus vacaciones (la aventura es la aventura), pero agradecidos por la amabilidad de los hasta entonces extraños y, encima, guardaban en el coche linternas como para alumbrar el Estadi Olímpic. Otra vecina, ya mayor, repartió las velas que guardaba en casa, tantas que hubieran podido acompañar el paso de la Macarena en la madrugá sevillana, pero que, en realidad, ella utiliza para mantener una siempre encendida junto a la foto de su difunto esposo. La señora, además, se negó, en su momento, a que sus hijos le colocaran una vitrocerámica y conserva una muy útil cocina de gas donde hirvió el agua necesaria para un té comunitario.
Sin luz, ni internet, ni red, ni datos en el móvil y, sobre todo y desgraciadamente, sin padres a los que poder llamar, las horas en silencio fueron un bálsamo para los sentidos, una especie de retiro espiritual. A punto estuve de dejar que se agotara la batería del móvil a la espera de que volviera la corriente, pero, por si las moscas, me fui al garaje para cargar el aparato en la conexión del coche y, para ir más rápido, di vueltas sin salir del parking hasta que me di cuenta de que parecía un hámster en su mininoria. Quizá esa haya sido la mejor lección: no hay que darle demasiadas vueltas a lo inevitable.
