Hace más de un siglo que habitamos con electricidad, que la bombilla llegó a nuestras vidas y, tras ella, toda la modernidad sofisticada hasta convertirnos en una sociedad dependiente de la red eléctrica. El repentino apagón del pasado lunes en todo el país permitió ver la fragilidad del sistema y como todo puede cambiar por un simple chispazo.

Fueron unas horas; suficientes para sembrar el caos en carreteras, trenes, comunicación y para que los apocalípticos anunciaran que era el principio de la tercera guerra mundial. “¡Ahora las guerras no serán a base de bombazos sino de generar restricciones a la población!”, gritaba un vecino con bolsas de un supuesto kit de supervivencia.
El apagón no fue más que un espejismo de oasis en medio del caos
Yo misma pensé: ¿Me va a ocurrir lo mismo que con la covid? Pillarme desprevenida por mi escepticismo a que pudiera pasar. Revolví mi cartera y los bolsillos, apenas rasqué cuarenta euros. Busqué alguna radio antigua de pilas sin suerte y conté las velas que tenía en casa –por suerte ahí tenía buen cargamento–. En cuanto a avituallamiento, suficiente para sobrevivir un tiempo no definido. Así estuve unas horas en casa. Trazando un plan, en el caso de que ese apagón fuera mucho más largo de lo que se pensaba.
¿Cómo sería mi vida sin electricidad? ¿Cómo serían las calles? ¿Cómo nos comportaríamos todos? Salí al balcón. Hacía bueno. Cogí al perro y me fui al parque. El tráfico funcionaba por la prudencia y por los guardias que regulaban el tráfico. Había marabunta de viandantes que se agolpaban en puntos de wifi, con el móvil en la mano, tratando de comunicarse con otros. Me senté en un trozo de césped y observé el mundo. A mi alrededor todo iba despacio: libros, cero pantallas ni llamadas telefónicas. Me gustó la sensación, pero eso no era más que un espejismo de oasis en medio del caos. Me uní a una gente que escuchaba la radio; hablamos entre desconocidos; comentamos cada uno cómo imaginamos el mundo…
Al caer la noche, la luz volvió a mi calle con gritos de alegría. Volvimos a refugiarnos en el anonimato de nuestras casas. Los daños causados sabíamos que habían sido mayúsculos: hospitales, carreteras, viajes, enfermos crónicos asistidos en casa… Al día siguiente me levanté con la sensación de resaca y de estar, con electricidad o sin, claramente a dos velas.