El día del apagón, cuando por la noche la luz regresó, sentí (supongo que como muchos) la culpa de valorar tan poco algo que ocupa un papel fundamental en mi vida. Tuvieron que arrebatármela unas horas para hacerme sentir de nuevo el asombro ante la maravilla y el milagro.

Las confusas explicaciones posteriores nos revelaron la extraordinaria complejidad y fragilidad de un entramado del que dependemos existencialmente para seguir viviendo con una comodidad magnífica y cálida, insólita en la historia. Llevo tiempo pensando que quizá nos pasa lo mismo con la democracia liberal, sistema obviamente mejorable (la perfección no existe), pero que ha permitido el máximo nivel de civilización jamás alcanzado por la humanidad.
Igual que la luz, la democracia incipiente ocupó su espacio en nuestras vidas, y las hizo mejores para la mayoría
El apagón puso en valor algo extraordinario, pero que ya no vemos porque nos parece un derecho adquirido. Ha sido una excelente campaña de publicidad de un recurso sin el que la vida como hoy la entendemos sería imposible.
Tengo la edad suficiente para recordar los tiempos en que la democracia era un juguete nuevo y hermoso. Todos éramos muy conscientes de su inquietante fragilidad. En esa época la tratábamos con delicadeza y cuidado, para evitar la rotura. A nadie se le hubiera ocurrido calificar como mafia, o nazi, a un gobierno salido de ese sutil mecanismo. Igual que la luz, la democracia incipiente ocupó su espacio en nuestras vidas, y las hizo mejores para la mayoría. Y esa eficacia silenciosa redundó en su invisibilidad y su sacralización. Ya no es una conquista, es lo que hay, la verdad, la nueva fe.
Cuando el inexorable avance del mundo ha provocado algunas grietas en el edificio indestructible, hemos olvidado que no lo es, que apenas es el resultado de un cúmulo de coincidencias, de sacrificios y de evoluciones prodigiosas e inverosímiles que nos han traído a un lugar hermoso, como el accidente magnífico de que exista vida en la Tierra. Y que puede perfectamente ser demolido sin demasiado esfuerzo si no lo cuidamos. Un castillo de naipes, como nos explicó House of cards, la estupenda serie de Netflix.
Irresponsablemente seguros de su solidez nos permitimos denigrarla, banalizarla, en el nombre de alguna de las muchas verdades que compiten en el mercado del poder. Si gritamos sin prudencia que el gobierno es una mafia, o es fascista, estamos diciendo que el sistema está podrido. Que no nos extrañe que una mayoría quiera cambiarlo. Voto a voto, qué paradoja.
El apagón fue una manera drástica de explicarnos la importancia esencial de algo que damos por hecho. Quizá a la democracia le falta algo que nos permita volver a explicarla, recuperar la certidumbre de su belleza y su fragilidad. Sentir de nuevo el privilegio de disfrutar de una idea que nos ha sido legada por generaciones sin cuento.
Me pregunto si algún día terrible podemos sufrir un apagón de democracia. Temo que ese día recuperarla no será tan rápido y lógico como lo fue volver a disponer de luz en la oscuridad de nuestras vidas.