Haciendo el juego a Netanyahu y bombardeando a Irán, Trump activa una lógica de guerra mundial que contradice su campaña electoral. Desde que los americanos se marcharon de Afganistán (2021), muchos conflictos que estaban latentes se desbordaron. Con aquella fuga, los americanos estaban proclamando a los cuatro vientos que solo intervendrían allí donde tuvieren intereses, y que en los lugares donde nada tienen que perder o ganar dejan el campo libre a las apetencias de viejos o nuevos imperios.

Después de aquella fuga, se han despertado o exasperado guerras en todas partes: Ucrania, Siria, Birmania, Congo... Ahora bien, el conflicto más sobrecogedor es el de Sudán: 16.000 muertos, 33.000 heridos, unos 12 millones de desplazados, más de dos millones de expatriados. Casi 25 millones de sudaneses sobreviven de ayudas internacionales y están en riesgo de hambre severa. Son datos de la OMS del 2024.
A pesar de estas trágicas cifras, la guerra de Sudán pasa desapercibida porque no puede ser explicada a partir de apriorismos y prejuicios como ocurre con la guerra que ha emprendido Israel para ahuyentar a la población palestina de Gaza (y ya también de Cisjordania) en respuesta a la incursión salvaje de Hamas. Un Israel orientalizado abandona el nacionalismo sionista, de corte europeo, y abraza, a la manera de los países árabes, unas pintorescas tesis religiosas para justificar el sueño de una gran expansión bíblica. Más que pretender un genocidio, el Gran Israel conecta con las ambiciones étnicas de los serbios y croatas durante la guerra de Yugoslavia (1991-92). Ya se especula adónde irán a parar los palestinos desplazados de Gaza. La hipótesis más verosímil es Libia, asentada como protectorado turco. Desde los campos de refugiados en Libia será relativamente fácil dar el salto a Italia. Cientos de miles de doloridos jóvenes palestinos podrían dispersarse pronto por Europa. Si ello ocurre, tendremos la oportunidad de evaluar la consistencia de los lamentos retóricos que la Europa progresista actual teatraliza día sí, día también, con la causa de los palestinos.
Una dictadura puede ahogar los conflictos interiores; una democracia debe sublimarlos negociando
Algunas potencias menores engordan. El caso más llamativo es el de Turquía, un imperio parasitario, que, sin hacer mucho ruido, está ampliando su influencia: contrapeso de Israel y Arabia Saudí (su enemigo histórico) en Oriente Próximo, Turquía deja que Irán se debilite, ha sacado un formidable partido de la guerra de Ucrania (ha vendido drones de guerra, ha pactado la aduana de trigo en el mar Negro, ha mediado para la OTAN y para Rusia), es protector militar de Qatar, lo que le sirve de seguro económico, tiene un papel clave en el Mediterráneo oriental, controla parte de Chipre, impera en Bosnia y Albania, impone protectorados en Siria y Libia. Turquía tiene gran influencia militar en el Sahel y ejerce, a través de las series televisivas, una influencia cultural de primer orden (soft power) sobre la turcofonía, que se extiende por el Caspio y llega a puntos de Siberia y China.
El ejemplo del antiguo imperio otomano es perturbador para uno de los imperios que más le combatieron en tiempos pasados (incluso con singularísimos soldados como Miguel de Cervantes). Lepanto pasa por ser una victoria española, y lo fue, pero pírrica: el imperio otomano se recuperó enseguida y el Mediterráneo cristiano lo pagó muy caro. Pese al crecimiento espectacular de Madrid con capitales latinoamericanos, el imperio español en comparación con el resurgimiento otomano, no muestra indicios de emergencia en un momento en que Estados Unidos da permiso para tener agenda propia. ¿Por qué? Por la desunión interna española. Una dictadura puede ahogar los conflictos interiores. Una democracia debe sublimarlos negociando sin prejuicios. Es lo que quiso hacer España durante una transición. Pero el consenso constitucional fue demolido en los noventa por las ambiciones irredentistas de todos los actores: empezó la derecha aznariana y respondieron la izquierda divisora y los nacionalismos reductores.
Con dos (o más) motores, España podría haber sido un gran éxito geopolítico, ha preferido el irredentismo del todo o nada. Puesto que ahora, dividida y exasperada, es geopolíticamente irrelevante, tendrá que soportar sin fuerza propia los malos vientos que están incendiando el mundo.