Un país también es la suma de sus ex: expresidentes, exministros, exsecretarios con el despacho en el recuerdo y ansia de púlpito en el presente. Ex que abandonaron el cargo, pero no el personaje. Siguen ahí, en la retaguardia, como quien sale pero deja el pie en la puerta. Firman cartas, conceden entrevistas, aleccionan al nuevo inquilino desde algún consejo de administración, esgrimiendo una vara de medir que no se aplicaron a sí mismos en aquel “entonces” suyo idealizado: tiempos de ladrillo, sobres y privatizaciones.

Hay algo muy español en esa forma de irse: te marchas, pero vuelves a casa de la suegra los domingos a por croquetas. Y te quejas si no hay flan. El poder se va, pero no todos lo sueltan. Algunos lo conservan como quien guarda una vieja carta de amor en la mesilla, junto al reloj de pulsera y los recortes de prensa. Con bastantes ex cargamos ya en la vida –exparejas, exsocios, excompañeros con los que ya no tomaríamos ni un café– como para añadir ex altos cargos que quieren resucitar su mito.
Felipe González se pronuncia contra la ley de Amnistía: “barrabasada”, la llama
Desde la ultratumba institucional asoma José María Aznar, abonado al género de la conspiración. Describe el acabose de la democracia confiando en la amnesia colectiva. Debe de creer que el prefijo ex actúa como la capa mágica de los cuentos y vuelve invisibles Irak, la Gürtel, el 11-M o el Yak-42.
El último en sumarse, severo y circunspecto, como si el pasado a él no le salpicara, ha sido Felipe González, en pleno síndrome de padre fundacional, para pronunciarse contra la ley de Amnistía –barrabasada, la llama– y de paso rasgarse las vestiduras en un acto de pura disonancia moral.
Para completar el coro, 38 ex altos cargos del PSOE han firmado una carta reclamando dimisiones ad hoc et immediate. Lo llaman altura moral, pero sabe a melancolía mal digerida. A tiempos que solo brillan cuando los interesados los contemplan por el retrovisor. Lo malo no es la vanidad de no saber irse, sino regresar como elefante en cacharrería. Cuando un expresidente insinúa un fraude electoral, resquebraja la base de la convivencia. Que siembre dudas siniestras, como ya hizo en el 2004, es un chiste de mal gusto.