Cuesta abajo y sin frenos. La reiteración en el mensaje resulta, por sabido, hasta aburrida: la escuela no funciona. Se presentaron el viernes los resultados de las pruebas de competencias básicas de 6.º de primaria y 4.º de ESO. Más allá del manido argumentario para maquillar las causas y anunciar fallidos buenos propósitos de futuro, lo que nos han dicho las autoridades educativas es, bajo el manto del eufemismo, lo de siempre: nuestros escolares aprenden poco y mal.
Es hipócrita rasgarse las vestiduras. Hemos puesto todo de nuestra parte para que las cosas sean así. Luego no cabe extrañarnos que estemos donde debemos y merecemos. Una sociedad que destierra de las aulas el esfuerzo, la frustración, la exigencia, la autoridad del docente y otros preceptos básicos de la enseñanza, no puede aspirar a otra cosa.
El niño menos dotado para el aprendizaje está salvado si ha nacido en la cuna oportuna
La escuela abrazó hace ya décadas filosofías extrañas que preconizaban que lo fundamental debía convertirse en accesorio. El resumen más concentrado de las toneladas de tesis, tesinas y toda clase de papeles preconizando la revolución pedagógica era este: si el niño es feliz, todo irá bien. Así que en la escuela tocaba despejar su entorno de cualquier elemento que pudiese perturbarle lo más mínimo. Todo lo demás llegaría sólo y sin esfuerzo. Como si para aprender bastara una imposición de manos y muchas sonrisas. Más o menos como si para alimentarse fuese suficiente con respirar y pudiésemos saltarnos lo de masticar y deglutir alimentos sólidos.
No todo es consecuencia de ese desprecio explícito por el aprendizaje clásico. La escuela ha sido también el receptáculo de un sinfín de buenas intenciones que trasladadas a la realidad han empeorado las cosas. La escuela inclusiva es una de ellas, por no contar el sistema educativo con los exigentes recursos que exige su implantación. Más allá de que en muchos casos, las razones pedagógicas también la desaconsejen con independencia de la entendible frustración que eso pueda comportar en los padres.

Hay otras cuestiones que resultan igualmente difíciles de abordar. Es el caso de la matrícula viva (llegadas y abandonos permanentes durante todo el curso de los hijos de la población inmigrante) que entorpece también el normal desarrollo de las clases en muchísimos centros. Las aulas de acogida para este tipo de alumnado dejan mucho que desear. Teóricamente y sobre el papel las cosas aguantan. La realidad, en cambio, hace aguas por todas partes.
Los problemas tienden a agravarse. El mismo dia que en Cataluña se presentaban los resultados de las pruebas referidas, en la Comunitat Valenciana se informaba de que el 69% de los aspirantes a convertirse en profesores habían suspendido los exámenes de acceso a la docencia. Muchos de ellos con ceros redondos por culpa de las faltas ortográficas. Casi un 15% de las plazas van a quedarse sin cubrir.
Lejos de avergonzarse, la respuesta de muchos de los cateados ha sido el enfado y el rebelarse contra la gran injusticia que representa que no te dejen dar clases si escribes barco con v y perejil con g .
Pero algo de razón tienen. Son aspirantes a profesores que como niños ya se formaron sin exigencia alguna en cuestiones que ahora se les demandan. Se han hecho mayores y no entienden que se les pida que sepan lo que nadie puso empeño en enseñarles. Así que el círculo vicioso es cada vez más círculo y más vicioso.
Este sucumbir a la ignorancia no afecta a todo el mundo por igual. Los niños con padres bien formados, con recursos económicos, o con ambas cosas a la vez, juegan en otra liga. El niño menos dotado para el aprendizaje está salvado si ha nacido en la cuna oportuna. El problema es, como siempre, para quienes parten de una situación desfavorable.
Para estos una escuela que no enseña es una estafa en toda regla. Una injusticia insultante. Porqué el aula debiera ser el lugar en el que al menos pudiese parchearse mínimamente la siempre maltrecha utopía de la igualdad de oportunidades. Para quien no tiene más armamento que sus neuronas, una escuela que renuncia a la exigencia académica y que no empuja hacia arriba es una condena. Que llevemos ya décadas caminando en esa dirección, bien pertrechados eso sí de imaginería y palabrería progresista, nos interpela directamente. En concreto sobre qué es y qué no progreso.