Algo inquietante ocurre cuando todos los rostros comienzan a parecerse: lisos, tensos, inexpresivos. No por genética, sino por inyecciones. Por esa toxina que paraliza músculos como el curare, el veneno con el que los indígenas de la Amazonia untaban las puntas de sus flechas para inmovilizar a sus presas. El bótox se ha convertido en sinónimo de control, de “verse bien”. Pero, en el fondo, ¿no encierra también una forma muy sofisticada de rendición?
Cada vez más mujeres –incluso en los veinte, alarmémonos– van al consultorio con una urgencia que roza lo quirúrgico: borrar, congelar, evitar. ¿Qué? El tiempo. La arruga. El espejo que nos recuerda que seguimos vivas y que estamos cambiando.

El deber de ser bellas y deseables está tan interiorizado que apenas lo cuestionamos. Cada una lidia con eso como puede. Yo misma tengo mis complejos y no pocas veces me he sorprendido haciendo inventario de defectos, pensando en cómo corregirlos. Pero mi resistencia a la aguja nace del pánico a que deje de reconocerme. A ir desapareciendo, poco a poco. Una vez se empieza, parar se vuelve casi imposible. El efecto Pringles: si haces pop, no hay stop.
Lo más perverso es que esta presión ya no viene solo de fuera. Muchas mujeres libres, empoderadas, feministas también sucumben al mandato del rostro beatífico. Lo llaman autocuidado . Un término legítimo y valioso, siempre que se ejerza desde la libertad, y no desde el miedo.
Muchas mujeres libres, empoderadas, feministas también sucumben al mandato del rostro beatífico
El mercado se ha mostrado astuto. Nos ha convencido de que si parecemos viejas es porque no hicimos lo suficiente por evitarlo. Así ha creado una necesidad precoz, vendiendo cremas antiedad incluso a adolescentes –quinceañeras, también preocupante—. ¿Piel firme como sinónimo de éxito? Permítanme dudarlo. Resulta más fácil inyectar toxina que aceptar lo inevitable y, sobre todo, aprender a envejecer.
La frente inmóvil, los pómulos abultados y la mandíbula rígida han democratizado un canon de belleza tirano. Mientras, lo natural se percibe como abandono. Y no, esto no va solo de estética. Va de poder. El rostro es el último campo de batalla donde se juega el valor simbólico de la mujer.
Aquí no se juzga a nadie. Que cada cual haga lo que quiera con su cuerpo. Lo que urge es otra mirada. Una que nos permita envejecer sin culpa. Una que nos reconcilie con quienes somos y con el rostro que nos ha acompañado en todas las edades.
Quizá ha llegado el momento de dejar de hacernos cosas en la cara y empezar a hacernos preguntas. Porque mientras sigamos confundiendo juventud con valor, lo único que estaremos borrando es nuestra autoestima. Y eso sí que deja marcas.