Parecía imposible volver al clima asfixiante de la década pasada, cuando el PP encadenaba un escándalo de corrupción tras otro, con el PSOE y la antigua CiU como secundarios. A pesar de que el gobierno de Mariano Rajoy nunca reconoció los hechos ni pidió disculpas por sus abusos de poder, aprobó una ristra de 70 medidas anticorrupción en el 2014. Se regularon de forma más estricta las donaciones a los partidos, se endureció el procedimiento de contratación pública, se mejoró la transparencia sobre el patrimonio de los cargos públicos, se ampliaron los plazos para la prescripción de los delitos, etcétera, etcétera. Por buenas que fueran estas medidas, no previnieron ni la operación Catalunya, ni la corrupción del entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro.
Tampoco sirvieron para impedir que, ya en época de Pedro Sánchez, el secretario de organización del PSOE y ministro de Transportes, José Luis Ábalos, montara un sistema de mordidas en la obra pública (habiendo asimismo serias sospechas de que quien le sustituyó en su puesto orgánico en el partido, Santos Cerdán, también estaba metido en la trama).

Once años después de las medidas aprobadas por el gobierno de Rajoy, la escandalera de la corrupción vuelve a estar activa. Y el Gobierno de Sánchez ha presentado un plan de medidas anticorrupción no muy diferente del que aprobó el PP en su día. El plan socialista incluye una Agencia Independiente de Integridad Pública, nuevos mecanismos de auditoría, la aplicación de la IA para detectar casos nuevos, la regulación de los lobbies, el reforzamiento de la figura del denunciante, una nueva regulación de la financiación de los partidos…, no sigo para no aburrirles. Igual que en el 2014, se trata de una lista que queda bien sobre el papel y permite cubrir el expediente, pero, me temo, resolverá más bien poco.
Tanto el PP como el PSOE yerran el tiro. Su enfoque legalista del problema de la corrupción ha fracasado no solo en España, sino también en muchos otros países en los que se ha aplicado. Consiste en seguir una receta de sentido común: para acabar con la corrupción hay que endurecer las penas, aumentar la transparencia del sistema, aprobar una regulación más estricta de los procedimientos administrativos y crear mecanismos de control.
Si los políticos y los funcionarios que están pensando en mecanismos para enriquecerse ilícitamente entienden que tanto la probabilidad de ser descubierto como el castigo asociado a la corrupción aumentan mucho, renunciarán a sus planes fraudulentos y se convertirán en probos cumplidores de la ley. Por decirlo brevemente, este enfoque parte del supuesto, muy habitual en los análisis económicos de la cuestión, de que cambiando el sistema de incentivos, cambiará la conducta de políticos y funcionarios.
¿Por qué falla una teoría tan sencilla como esta en los estudios comparados de la corrupción? Fundamentalmente, porque no tiene en cuenta las raíces sociales y culturales del fenómeno. Estas raíces vienen de lejos y son resistentes al cambio, al menos en el corto plazo. De ahí las fuertes inercias que se observan en las trayectorias históricas de los países. Algunas investigaciones han mostrado que se puede predecir el nivel actual de corrupción de un país sabiendo cuál era su nivel educativo medio hace 150 años.
Si se confía más en los conocidos que en las instituciones, el sistema es corroído por la corrupción
Simplificando mucho, se podría decir que, en última instancia, la corrupción ocurre porque las lealtades personales son más poderosas que las lealtades institucionales. Si no se confía en las instituciones del Estado, las personas con acceso a los recursos no tendrán respeto por las reglas.
Cuando el compromiso de un político con su partido, o con una facción del mismo, o con sus amigos y familiares, es mayor que con el Estado, las bases para la corrupción están dadas. Por mucha regulación que haya, los políticos encontrarán formas de burlar los procedimientos, estableciendo prácticas informales de actuación que permiten el abuso de poder.
Los países con menores niveles de corrupción son aquellos que cuentan con un Estado relativamente eficiente e imparcial en su administración de los recursos públicos. Suele suceder que estos países tienen asimismo sociedades con valores más individualistas. En sociedades más colectivistas y familiares, el Estado tiende a funcionar peor y es pasto de los intereses personales y corporativos. Si se confía más en los conocidos que en las instituciones para conseguir los fines que cada uno persigue, el sistema acaba corroído por la corrupción.
No quiero sugerir con ello que haya una especie de fatalismo o determinismo cultural. Más bien, las personas actúan en función de los contextos culturales e históricos en los que se encuentran. Valga un ejemplo un tanto trivial: un estudiante en un examen optará por copiar en un país chapucero porque sabe que los demás copian habitualmente, pero no se atreverá a hacerlo en un país serio si sabe que allí nadie copia. El hecho de que actúe de manera diferente en cada situación muestra que la influencia de la cultura es local.
El desafío radica en romper el equilibrio social en el que se da la corrupción, porque hay una expectativa de que los demás van a actuar corruptamente cuando tengan una oportunidad de enriquecimiento. Esto no es fácil y probablemente no se pueda hacer de la noche a la mañana. Se requiere algún tipo de shock institucional y cultural que modifique las expectativas de la gente sobre el funcionamiento del sistema.
No hay una receta universal para conseguirlo. Cada país ha de encontrar su vía. En España, parece que nos encaminamos a una crisis de hartazgo con los partidos tradicionales. Quizá de ahí pueda salir algo.