En la revista Historia y Vida leo que Mussolini emprendió en 1925 una cruzada contra la pasta para reducir la importación del trigo, del que Italia era deficitaria. Al mismo tiempo, puso en marcha una campaña en favor del arroz, del que el país tenía excedentes. A esta batalla sumó a ilustres intelectuales, como Filippo Tommaso Marinetti, autor del Manifiesto futurista, que simpatizaba con el Duce. El hombre llegó a defender, con el aplauso de Mussolini, que la pasta era el talón de Aquiles de Italia o que los espaguetis no son alimento para guerreros. Pero muchos italianos resistieron a la consigna del régimen fascista.

El caso más célebre fue la familia Cervi, de Gattatico (Emilia-Romaña), que celebraron la muerte del dictador en julio de 1943 cocinando 380 kilos de macarrones para sus vecinos. Mussolini había muerto, pero el fascismo todavía coleaba y sus camisas negras detuvieron y fusilaron a la familia como responsables de la fiesta popular.
En una región de Italia celebran cada año la caída de Mussolini comiendo macarrones
La tragedia de esta familia corrió de boca en boca y desde entonces se celebra en Emilia-Romaña la Pastasciutta Antifascista, honrando su memoria con comilonas de macarrones. Tras conocer esta historia, propuse a tres amigos zamparnos los macarrones a la cardinale de Carles Gaig para sumarnos al homenaje. El chef nos explicó que se inspiró en un recetario de 1835, con el nombre de La cuynera catalana, que encontró en un mercado de libros viejos. Le manifesté que, en un mundo donde los populismos crecen por doquier, comer un plato considerado enemigo por la dictadura de Mussolini resultaba un acto de fe en la democracia. Y brindamos por la causa.
Aún tuve tiempo de contarles a mis colegas que había leído en un libro de Néstor Luján, que el empresario del teatro San Carlo de Nápoles le encargó a Rossini una ópera, Otello, para lo que le tuvo seis meses a cuerpo de rey en su palacete, sin conseguir que la partitura avanzara. Harto de la indolencia del músico, le encerró en una habitación, donde solo le ofrecían dos platos al día de unos sencillos macarrones. No adelantó mucho más: le parecía el mejor de los manjares, así que su menú, lejos de ser un castigo, lo consideró un premio. Los macarrones son todo un símbolo de libertad.