Geopolítica del nomenclátor

Lo dice el nomenclátor: en Barcelona no hay ninguna calle de Israel, pero hay una plaza de Palestina. La plaza forma parte de un barrio con muchas referencias a Tierra Santa: el Valle de Hebrón, Judea, Jordán, Sinaí, Sidón, Nazaret o Getsemaní. Si llegáis en metro, subiréis por infinidad de escaleras mecánicas, un prodigio de obra pública al servicio de una causa tan noble como que la gente pueda desplazarse con dignidad. En la plaza hay una palmera rechoncha, una peluquería canina, una estilista, un súper, árboles, palomas, una fuente y una zona de juegos infantiles parecida a la que, unos metros más allá, en la plaza del Lledoner, añade una mesa de ping-pong.

CARRER JERUSALEM DE BARCELONA

  

Mané Espinosa

A primera hora de la tarde, los bancos soleados están vacíos. Los que están a la sombra, en cambio, atraen a una mujer en silla de ruedas y a un grupo de sintecho que huyen del peligro de una insolación. En los balcones, no sé ver ninguna bandera palestina ni ninguna referencia a, según quien la califique, la guerra, la crisis humanitaria o el genocidio.

A primera hora de la tarde, los bancos soleados de la plaza Palestina están vacíos

Para compensar la visita, cojo la línea 4 del metro hasta la calle de Jerusalén, que es la ciudad que los israelíes han erigido como capital, que los palestinos también reclaman y que provoca que, si se habla de este tema, las discusiones sean un campo de minas emocionales. Dentro del vagón, dos músicos ambulantes tocan melodías brasileñas y luego piden que les hagan un bizum.

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Desde la calle Hospital, la calle Jerusalem empieza haciendo esquina con una pizzería y un edificio tapiado que los artistas han vandalizado con una muestra nauseabunda de grafitis. Un poco más arriba, un supermercado, ropa colgada, un sintecho que bebe un tetrabrik y un restaurante de buena cocina veneciana. Cruzada la Gardunya, la calle continúa con una tienda de vinilos y, en la esquina con la calle del Carme, una de estas cafeterías que parecen un laboratorio astrofísico y, justo delante, una boulangerie con nombre de parisina existencialista que ofrece dos maravillas que tengo terminantemente prohibidas: las chouquettes y los chaussons aux pommes. Eran placeres de mi infancia, hace casi sesenta años, cuando, en casa, ya se hablaba de la guerra entre israelíes y palestinos, pero que entonces no se llamaba ni crisis ni genocidio.

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