Consciente de que el reguetón provoca encendidas controversias generacionales, Oriol Rosell ha escrito el libro Matar al papito (Libros Cúpula), con el subtítulo “por qué no te gusta el reguetón (y a tus hijos, sí )”. La intención del libro no es hacer ni una apología ni un panfleto contra los prejuicios que el reguetón suscita entre los que solo lo conocemos de lejos, sino ser útil a quienes tengan la curiosidad de entender el fenómeno. ¿Como? Explicando su origen y el contexto en el que se produce –industrial, sociológico, psicológico– y huyendo de las primeras impresiones.

El cantante puertorriqueño Bad Bunny
El libro de Rosell combate los tópicos sobre las maldades del reguetón
El resultado es un ensayo que combate la intransigencia y la pereza mental con información y una erudición inteligente que –hablo por mí– intimida ligeramente. Hay que decir que yo partía del prejuicio cromañón según el cual el reguetón cosifica a la mujer, hace apología de un sexismo y una verborrea patibularia, abraza la estética narco y tiene el encanto melódico de una lavativa. Una vez leído el libro, reviso todos estos clichés y aprendo –es una de las finalidades de la lectura– cosas que no sabía. Que el origen del reguetón es transnacional (Jamaica, Puerto Rico, Nueva York, Panamá). Que no es incompatible con un compromiso político (Bad Bunny, que ha vendido 600.000 entradas para su gira del 2026, es un símbolo militante en Puerto Rico igual que lo eran los cantautores de la Nova Cançó o de la Nueva Trova cubana).
Que, desde La Gasolina hasta el Despacito, las razones por las cuales los jóvenes se enganchan a este género tienen que ver con la precariedad. Una precariedad que, a través de la música, les ofrece una vía de evasión que ya no se traga la camama de los paraísos artificiales y que, sin filtros hipócritas, intuye que lo único que interesa en esta vida es divertirse, no trabajar y, en la medida de lo posible, follar mucho. Que el famoso Auto-Tune es anecdótico y que el síndrome de Peter Pan que define a algunos artistas no es muy diferente del que, desde un paternalismo condescendiente, perpetúa la industria de la nostalgia.
Total: que tras leer el libro de Rosell, y como papito susceptible de ser asesinado freudianamente por mis hijos, sé muchas más cosas sobre el reguetón y, al mismo tiempo, puedo seguir detestándolo sin sentirme tan culpable.