De naciones y de imperios

Como esos zapateros que tienden a bajar la mirada, obsesionados por los pies de la gente, o los psicólogos que no pueden evitar analizar las derivas emocionales de los seres humanos con los que se tropiezan, mi oficio me arrastra a vivir tratando de encontrar la idea que sustenta a cualquier empresa. Acostumbra a ser en la que está basada su personalidad y su comunicación, y la que acaba construyendo eso que llamamos marca.

Por extensión, y porque para un publicista obsesivo todo es publicidad, tiendo a buscar esas ideas más allá de las compañías, en cualquier entidad lo suficientemente grande y compleja. Me pasa ahora, como a tantos, con Europa.

Europa, si existe, debería construirse desde un mito fundacional común que nos una y que nos ilusione

Llevo semanas pensando que uno de nuestros problemas fundamentales como europeos es la incapacidad para apartarnos de una idea que claramente nos constituye y que emerge permanentemente: nuestra esencia nacionalista.

Una marca es por encima de todo diferencia y valor. La diferencia permite existir en un contexto competitivo (si no hay competencia, es innecesario construir una marca). Sobre esa diferencia se hace necesario edificar una percepción valiosa que te permita ser elegido. La diferencia, por sí misma, no es necesariamente atractiva. Una marca debe competir en un contexto reconocible para todos. Ese contexto es hoy imperial, y en él Europa existe, quizá sin pretenderlo, desde la idea equivocada.

FOTO ALEX GARCIA IZADO DE LA BANDERA EUROPEA EN LA FACHADA DEL AJUNTAMENT DE BARCELONA 2024/10/22

 

Àlex Garcia

Europa creó la nación moderna, un concepto que no ha sido capaz de superar y que expresa incluso involuntariamente con dolorosa evidencia. Eso nos impide expresarnos con eficacia en el entorno que hoy constituye el mundo. Europa es una hermosa propuesta, casi una utopía, que tiene sin duda la intención benéfica y certera de construir un concepto que nos permita trascender la pequeñez y acometer la defensa de una idea del mundo.

Estos días, como siempre que me cuesta entender a Israel, releo a George Steiner buscando algo de luz. Incluso en el desencanto del final de sus días seguía insistiendo en que “la idea de Europa continúa siendo una necesidad importantísima, y a pesar de las amenazas y de los muros que se alzan, no debemos abandonar el sueño europeo”.

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Me interesa mucho la reflexión de Steiner, un judío que presenta a los suyos como invitados, como un huésped incómodo, permanentemente pendiente de si ha llegado el momento de abandonar la casa donde ya no es bien recibido. Y recuerda el imperativo de Baal Shem Tov, maestro del jasidismo, que ha marcado su vida: “La verdad está siempre en el exilio”. Eso es algo que compartimos todos, arrojados a la existencia, invitados a la vida, al regalo de estar vivos en el planeta que nos acoge. Y el nacionalismo, que destruye “el genio interior del judaísmo”, la esencia que para Steiner los constituye (“Israel está reduciendo a los judíos a la común condición del hombre nacionalista”), es también la deriva que impide la Europa que nos ­debería representar como huéspedes del mundo.

Es verdad, como se nos recuerda con frecuencia, que el primer intento de construir la idea común se fraguó desde el optimismo del comercio, como fuerza capaz de superar el conflicto y de unir intereses (recuerdo que Antonio Escohotado, en una charla en el Club de Creativos, nos definió a los publicistas como “mensajeros de la paz”). Pero olvidamos que no hay comercio sin marcas, es decir, sin competencia. Y que no hay marcas sin la elaboración de ficciones compartidas que suelen estar basadas, cuando son sólidas, en esas ideas que las constituyen. Un mercado sin historias se parece mucho a la gélida institución burocrática que hoy llamamos Europa, y que tristemente destruye la idea antes de que haya nacido.

Europa, si existe, debería construirse desde un mito fundacional común que nos una y que nos ilusione. Y debería trascender la fragmentación estructural a la que nos conduce nuestra condición de conglomerado de pequeñeces.

Si el mundo se ha transformado en una competición imperial, nos queda la hermosa responsabilidad de inventar la forma de un imperio que recoja lo mejor de la tradición europea (griega, judía, cristiana, humanista) y lo proyecte como un modelo nuevo, hacia un mundo que será necesariamente nuevo.

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