Leo con una bola de asco en la garganta, con ganas de vomitar, la noticia de la muerte de un supuesto influencer francés, Raphaël Graven, que se hacía llamar Jean Pormanove. Un pobre desgraciado que malvivía exhibiéndose patéticamente en internet, enjuto, de mejillas chupadas, con unos ojos, aumentados por los cristales de las gafas, que pretendían ser severos, pero resultaban obcecados. Graven formaba equipo con unos colaboradores (explotadores, habría que decir) llamados “Safine” y “Naruto”, que, asumiendo el papel de verdugos, se dedicaban a maltratarlo en directo en el canal “Le Lokal”. Burlas, chorros de agua y pintura, bofetadas, golpes y estrangulamientos las veinticuatro horas del día. Aquellos contenidos vomitivos atraían a quinientos mil espectadores y reportaban miles de euros al mes. Según la prensa francesa, los productores de “Le Lokal” tienen otros programas con títulos estúpidamente paródicos: “Des chiffres et des illettrés” (Cifras y analfabetos) o “Question pour un Golmon” (Pregunta para un mongol), cuyo objetivo era ridiculizar la fragilidad mental de los participantes.

Sorprende que en Europa puedan triunfar programas basados en la humillación y el maltrato. ¿No estábamos en la era de lo políticamente correcto, en la que cualquier palabra o gesto podía ser tachado de ofensivo? El éxito y la obscena brutalidad de estos canales franceses demuestran que el péndulo se dirige, veloz, hacia el extremo opuesto. Lo vemos en las redes sociales, en la agresividad de las trincheras políticas, en el retorno del odio racial y cultural, en unas relaciones internacionales basadas en la descarnada fuerza, lo vemos en el desvergonzado poderío de los imperios ruso y americano.
Lo vemos en todas partes. Ha estallado la burbuja progresista, que llegó a silenciar a todos los desobedientes. El discurso de la bondad acomplejaba. Parafraseando a La Rochefoucauld, podríamos decir que la hipocresía progre (hoy diríamos woke) era un homenaje que los vicios del odio, la violencia y el desprecio rendían a los valores humanistas. Pero aquellos valores no eran sólidos ni profundos; y ahora lo comprobamos. Pasada la moda de la retórica buenista, regresa la impiedad. Obscena y desvergonzada como siempre.