Cargar las pilas

Los antiguos decían que todo hombre –y toda mujer, se entiende– debe contener a un niño, a un adolescente y a un adulto. El niño es para jugar. El adolescente, para enamorarse, para descubrirse a uno mismo, para rebelarse e intentar cambiar el mundo. Y el adulto, para controlar al niño y al adolescente.

Unos lo disimulan mejor y otros peor, pero todos llevamos dentro a un niño que quiere jugar. De eso nadie se escapa, porque todos hemos sido niños. El poeta mexicano José Emilio Pacheco lo dice con una frase contundente: “No hay adultos, solo niños envejecidos”. Hay personas que, como si quisieran darle la razón, actúan siempre como críos, dejándose llevar por caprichos o peleándose por puerilidades. Los vemos en los círculos más restringidos, donde se supone que solo debería haber adultos, y en el alboroto de las redes, en las esferas más altas de la política o de las finanzas y en la barra de cualquier bar. Al fin y al cabo, ¿qué es el actual ocupante de la Casa Blanca, con sus pataletas y fanfarronadas –por poner un ejemplo–, sino un niño malcriado al que hay que dar la razón y evitar contrariarle porque, si no, grita y rompe cosas?

Hispanic man riding child's toy

   

FangXiaNuo/istock

La adolescencia tampoco es fácil de dejar atrás. ¿Cuántas personas no conocemos que han envejecido sin madurar, hombres y mujeres que, a los 40, 50 o 60 años, siguen rebelándose contra un padre o una madre que llevan años en una residencia o en el cementerio, que necesitan estar en contra de algo, da igual lo que sea, para sentirse vivos, que cambian de rumbo con el primer golpe de viento y que, en vez de cometer errores en su juventud y después enmendarlos, se pasan la vida repitiéndolos?

Pero el caso más triste es el de los adultos que ya no saben jugar ni sienten nunca la necesidad de rebelarse, de tan bien como han controlado al niño y al adolescente que llevan dentro. Los han enterrado bajo tantas capas de rectitud y de sensatez que aunque se propusieran liberarlos no sabrían cómo hacerlo. Sin embargo, paradójicamente, a menudo aquel niño y aquel adolescente les siguen reclamando deseos y provocando terremotos internos desde un repliegue recóndito del cerebro, sin que ellos sean conscientes de ello.

El tiempo que perdemos jugando como críos o soñando chaladuras nunca es tiempo perdido

El equilibrio entre el niño, el adolescente y el adulto es muy difícil. Es un equilibrio que siempre será inestable, que impone una negociación constante con uno mismo, con mayorías, minorías e incluso un grupo mixto en el que hierven los impulsos más diversos. El adulto debe sujetar al niño como quien agarra un pájaro con la mano, sin apretar demasiado para no hacerle daño, pero sin dejarle volar a su arbitrio porque puede extraviarse, y debe mantener el diálogo con el adolescente y escuchar sus inquietudes y reivindicaciones sin olvidar nunca que la realidad, como dice un personaje del perpetuo adolescente Woody Allen, puede tener muchos defectos, pero es el único lugar en el que se puede comer un buen filete con patatas fritas.

Las vacaciones –para quien puede permitírselas– son un buen momento para dejar salir al niño de la jaula, para jugar y divertirnos por el gusto de jugar y divertirnos, sin más propósito. Durante el año, andamos siempre escasos de tiempo y todo lo que hacemos debe servir para algo. Si practicamos algún deporte es para hacer ejercicio, si reposamos es para relajarnos, si hablamos con desconocidos es para hacer networking (para decirlo de la manera más cursi). Las vacaciones permiten parar los pies temporalmente a este utilitarismo y recuperar el placer de hacer cosas porque nos apetecen y basta, como los niños.

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Las vacaciones también son una oportunidad para ver cómo anda el adolescente rebelde que llevamos dentro y tener una conversación franca con él a la luz de la luna. Conviene ir con pies de plomo, porque las noches de verano las carga el diablo. Pero, ¿hay algo más satisfactorio que sentir hervir en las venas el viejo deseo de amotinarnos, de empezar de nuevo, de cometer imprudencias?

A esto el utilitarismo vigente lo llama cargar las pilas. Los antiguos, que no sabían lo que era una pila pero entendían mejor estas cosas, tal vez nos dirían que el tiempo que perdemos jugando o soñando chaladuras nunca es tiempo perdido y que si ahora concedemos un poco de libertad al niño y al adolescente que llevamos dentro, después nos resultará más fácil convivir con ellos. Ya tendremos tiempo de aburrirnos como personas maduras y responsables durante el resto del año.

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