De pequeña, mi madre me obligaba a salir de casa y yo lo odiaba. Decía que una niña no puede pasarse el día encerrada leyendo historias, pero yo me resistía a salir por salir. En mi adolescencia, ella dejó de intentar sacarme de casa. Yo, para reforzar mi resistencia, colgué una frase junto a mi mesa: “Todas las desgracias del ser humano tienen un solo motivo: no saber quedarse quieto en su habitación”. Por entonces aún no sabía que la frase era de un sabio y que los sabios siempre tienen razón aunque todos se la nieguen, pero acaso intuí que la frase triunfaría algún día. Más tarde empecé a salir más a menudo e incluso a viajar, que es salir para ir lejos, “salir” en su más alta expresión.
Ya en la madurez, con la posibilidad de trabajar desde casa, volví a mis costumbres de niña. Era tan feliz que al principio no salía de mi habitación más que para ir al baño. De vez en cuando, me acercaba a la cocina para encontrarme con alguno de los seres queridos con los que convivo. Pero tras unos meses acabé presa de un ánimo siniestro y por primera vez cambié de opinión sobre las bondades del encierro. Desde entonces llevo lo que se llama una vida equilibrada: ni salgo mucho ni me encierro demasiado.
Tenemos una deuda con los que no viajan, que compensan la astronómica huella de carbono de un turismo que crece sin pausa
Pero el mundo actual no está equilibrado en absoluto, sino atravesado por espectaculares contrastes: crece sin parar el número de jóvenes afectados por trastornos mentales que les impiden salir de casa mientras que otros tantos (a quienes nadie considera trastornados) no paran de viajar a países de los que nunca antes oyeron hablar, pero viajan porque es barato, porque dispara la dopamina y porque es guay hacerse selfies y sumar países aunque no lleguen a conocerlos ni a saborearlos, pues para eso se requiere lentitud, paciencia y tiempo, valores que la revolución digital ha pulverizado.
Pero la gran diferencia entre los ultraenclaustrados y los ultraviajeros es que, a diferencia de los segundos, los primeros siempre han estado estigmatizados. Solo Pascal les dedicó aquella frase de ánimo que, curiosamente, hoy es más cierta que nunca: todas nuestras desgracias medioambientales vienen, en efecto, de no haber sabido quedarnos quietos en una habitación. O, en todo caso, no lo bastante quietos. Así que tenemos una deuda con los que no viajan: con sus minúsculas emisiones de CO2 compensan un poco la astronómica huella de carbono de un turismo que crece sin pausa. Es una contribución mínima la suya, pero todo suma. Y los que no viajan porque no quieren o porque no pueden merecen no solo nuestra comprensión, sino más que nunca nuestra gratitud.
