Como ya he contado, paso unos días en el Pirineo, en Molló, y por la mañana saludo al sol desde un patio enlosado. Entre la algarabía de gorriones y golondrinas, se me acercan dos vecinos: la lagartija y el ruiseñor.

Buscando los rincones soleados del patio, la lagartija se arrastra por el suelo, ora rápida y nerviosa, ora inmóvil como una piedra; ora curioseando, ora fugaz. Aguanta poco tiempo en reposo. Mueve la cabeza con síncopes, como una melodía de jazz. Agita la afinada cola, gira sobre sí misma con plasticidad de serpiente, arcaica y verdosa, solemne en su papel de embajadora en miniatura de la era de los grandes saurios. Corre y se detiene, caracolea, toma el sol, saca veloz la lengua bífida y, en suma, vive, como nosotros, en constante desasosiego entre el anhelo de quietud y las exigencias de la prisa.
Mientras gorriones, golondrinas, mirlos e incluso alondras conversan jubilosos con cánticos brevísimos, a menudo más parecidos a un chillido o un silbido que a una melodía, el canto del ruiseñor es largo y vistoso como una frase de Haydn o Mozart.
Canta una y otra vez a toda prisa; nosotros corremos, corremos y seguimos corriendo
Verdaguer comparó la voz del ruiseñor con un flujo de perlas, y Tomàs Garcés, con el diamante. Pero abundan más las comparaciones sensuales: Josep Pla decía que el ruiseñor tenía la voz aterciopelada de la granada madura. Neruda lo relaciona con la naranja. John Keats, en la célebre Ode to a nightingale, asocia al ruiseñor con un vino enfriado en el corazón de la tierra, portador de la música del agua y los bosques; pero asegura que ese pájaro nunca ha conocido ni la inquietud, ni el cansancio, ni la fiebre. Percibo yo en el ruiseñor, en cambio, el carácter nervioso y metálico de la flauta travesera e, incluso, la aguda y esforzada artificiosidad del timbre del contratenor.
Una canción tradicional catalana se acerca más sutilmente al misterio del ruiseñor: “Encomiéndame a mi madre”, pide la joven malcasada al “ruiseñor que se va a Francia”. Es decir: “Explícale a mi madre que estoy triste”. La voz del ruiseñor es melodiosa, pero no alegre. Como la gente de hoy, disimula su desasosiego interior con la velocidad. El ruiseñor canta una y otra vez a toda prisa; nosotros corremos, corremos y seguimos corriendo, sin saber por qué.