Los instrumentos más eficaces para explicar los incendios que siguen asolando España son los datos y los testimonios. Los datos –hectáreas quemadas, agentes forestales, bomberos, soldados y medios movilizados– expresan la imposibilidad de atender todas las necesidades y la impotencia de no llegar a todas partes. Los testimonios transmiten la angustia de los vecinos de las zonas afectadas, que luchan por no perderlo todo.

Paralelamente, y desde un inframundo amplificado por la complicidad mediática, está lo que los medios en catalán denominan “ picabaralla ” política. La palabra está bien elegida, porque picabaralla” significa “disputa acalorada” pero también conversación frívola e impertinente. A la frivolidad y la impertinencia política podríamos sumar la inmoralidad que define una realidad más mediática que real, ridiculizada por la gravedad de los hechos.
Dos testimonios de vecinos que ayer, como una letanía, repetían los bloques de Catalunya Información. En el primero, un vecino explicaba que no pensaba atender la orden de evacuación porque, viendo la tele, “he visto que los pueblos donde la gente se va, arden todos”. En el segundo, una vecina afirmaba “aquí no viene nadie” y que en estas circunstancias consideraba que tenía que quedarse para defender su casa y combatir el fuego. El tono de los testimonios no era de desfallecimiento sino de orgullo e indignación. Contra la asepsia de los comunicados, es un tono que nos confronta a un durísimo dilema. ¿Qué haríamos si viéramos que las autoridades nos ordenan evacuar nuestras casas y, al mismo tiempo, constatamos que las ayudas no llegan?
A la frivolidad y la impertinencia política habría que sumar la inmoralidad
Cuando no vivimos catástrofes como estas, incluso nos permitimos el lujo de preguntarnos –algunos cuestionarios aún incluyen esta pregunta– qué nos llevaríamos en caso de que se incendiara nuestra casa. Al pintor Alberto Giacometti se le atribuye esta respuesta: “En un incendio, entre un Rembrand y un gato, yo salvaría al gato”.
Ahora, a través de la irrefutable espontaneidad de estos damnificados, descubrimos la dimensión real del dilema: no se trata de salvar un Rembrand o un gato sino de quedarse, con los riesgos que eso comporta, o de irse y obedecer las órdenes de una evacuación dictada por unas autoridades sobrepasadas y ausentes.