Hace años fui a un programa de radio de la medianoche. Lo primero que dijo el entrevistador, un tal Visconti, fue que mi nombre se trataría de un pseudónimo. Tiempo después supe que él, en realidad, no se llamaba Visconti. El caso es que días más tarde habló en el mismo programa el catedrático de literatura Joaquim Molas. La casualidad hizo que ambos viviésemos en la misma escalera, y el destino quiso que varias veces yo estuviese en su casa por motivos académicos. Tenía muchos libros, también antiguos. Molas, quien pretendió fijar el canon literario catalán, era sabio y algo tiquismiquis.
Me sorprendió oírle en el espacio del falso Visconti. “Si usted –le preguntó éste–, al salir de su casa para recoger un libro antiguo, se encuentra de pronto con una joven bonita que le invita a beber con ella, usted –diga, francamente, doctor Molas–, ¿qué camino elegiría?”. Por un momento yo me desvelé, aguardando la respuesta de mi ilustre vecino. ¿Qué dirá? Él no pudo ser más franco, pues tardó unos sospechosos segundos antes de contestar. “Yo le daría las gracias e iría a recoger mi libro”. Molas murió hace diez años. Luego supimos que legó sus 22.000 libros a la biblioteca Víctor Balaguer, cosa que le honra. ¿Y dónde irán a parar todos nuestros libros?
¿Qué será de tanto material librero, reunido con esfuerzo y, sobre todo, amado?
Ventaja: si tienes muchos libros en casa, los ladrones no entran. Se desaniman: “Ese se gasta todo su dinero en libros, no hay joyas ni pasta”. Rascándome el bolsillo, debo de poseer más de 300 primeras ediciones de moderna literatura española y catalana: de Verdaguer, Valera o Unamuno a Marsé, Ferrater o Martín Gaite. Todo empezó con las primeras de Eugenio d’Ors, al que dediqué, tiempo ha, mi tesis. Pronto me obstiné con la edición original del Cántico, de Jorge Guillén. En París acabo de conseguir, regateando, Le cimetière marin, de Valéry, en primera. Aunque no soy un bibliófilo; no me alcanza. Ni un coleccionista, pues no lo quiero todo, sino lo que tengo en lista, y basta.
Pero, insisto: ¿qué será de tanto material librero, reunido con esfuerzo y, sobre todo, amado? ¡El placer de leer a Azorín o a Maragall en su edición original! El añorado librero Josep Morales, de la barcelonesa calle Ferran, me dijo: “¿Y eso te preocupa? ¡Si tú ya estarás muerto!”. Hombre… Y tenía razón. Por eso, aprovecho y repaso esas páginas amarillentas y ásperas iguales a las que su autor tuvo en las manos tantos años, décadas atrás. Siento un poco su vida, su época, y como si me hablara directamente. Es la doble magia del libro antiguo.
