Los restos de un tal ciclón Erin levantan aquí olas enormes que se despliegan en tonos azules y verdes. A saber qué hizo este huracán en los arrecifes de coral rojo de las Bahamas, cuando acababa de nacer. Los movimientos que notaron en sus cuerpecitos las estrellas de mar o esos peces damisela que, al parecer, aletean con medio cuerpo amarillo y medio violeta. Aquí el azul espeso del oleaje gira con fuerza hacia el cielo y clarea hasta un verde diamante, casi translúcido, que acaba rompiendo en espumas blanquísimas. Otras olas más jóvenes llegan cruzadas y chocan entre ellas a contratiempo, jazzísticas, con ráfagas electrizantes, crestas temblorosas que nos ponen a mil.

Los bañistas desorientados, secos, vigilados por los guardacostas a golpe de silbato, vemos el espectáculo desde la orilla. Algunos fotógrafos espontáneos luchan por la primera línea de arena húmeda; se dejarían la vida por captar, para nada, un salto de ola loca. Cuando el mar se desboca y enseña un poco su fuerza descomunal, los humanoides perdemos el norte definitivamente. La bestia acuática ruge entre los vientos y a esa señora ya se le ha mojado el telefonito, se veía venir. Suerte ha tenido de no acabar sumergida, jugando al mus con unos calamares por toda la eternidad. O unas corvinas.
Justo anoche, bajo las estrellas, un buceador contaba cómo pescó una corvina tan alta como él. Vemos la foto de la extraña pareja: el hombre sosteniendo por el cuello al pez muerto, que aguanta el tipo con una mueca fantasmagórica marina. El buceador cuenta cómo lanza un primer arpón que el animal consigue sacarse de la garganta, cómo lo da por perdido al subir a coger aire ( bucea con tubo), pero, con gran fortuna, lo reencuentra ensangrentado entre unas rocas y, entonces sí, con un segundo disparo le atraviesa la cabeza, lo arrastra con una lucha encarnizada y lo mete troceado en el congelador. Escuchamos la hazaña con el corazón igualmente a trozos, dudando si felicitarlo o llamar a la Policía de homicidios. Pero el buceador sonríe en la noche estrellada y yo me acuerdo de estas cosas con una mano sudorosa sujeta a la barra del metro porque ¿qué otra cosa puedo hacer ya, de vuelta al túnel, una vez más?