Estamos a finales de agosto de 2025 y la historia recordará que este fue el mes en el que los peores pronósticos empezaron a hacerse realidad y Estados Unidos inició en serio el descenso hacia la dictadura. ¿Hay tiempo para abrir el paracaídas? Dios dirá. De momento, el desplome de la democracia más potente del mundo se acelera.
Los comentaristas políticos más agudos de EE.UU. se han pasado la última semana alertando, con creciente pánico, de que hemos llegado a un punto de no retorno. No me refiero tanto a los de la izquierda, aunque también, sino a los neocons de toda la vida. Los que mejor entienden los impulsos de Trump y la corte que le rodea.
Aquí va Steve Schmidt, un republicano ferviente hasta que llegó Trump a la presidencia en 2017, asesor político en su día del presidente George Bush padre y de Arnold Schwarzenegger cuando fue gobernador de California.
“Donald Trump y su Gabinete de lameculos, locos, incompetentes, conspiranoicos, extremistas, pensadores mágicos, piratas, abusadores, borrachos y concursantes de reality shows televisivos no han dejado ninguna duda sobre sus propósitos. Están intentando derribar la república estadounidense y reemplazarla por un sistema de dictadura unipersonal”. Y Schmidt agrega: “La caída de nuestra república sería la tragedia más grande de la historia. Estamos siendo testigos de esta tragedia”.

Rick Wilson, otro estratega político que trabajó con anteriores presidentes republicanos, escribe que Trump es “un narcisista maligno con el autocontrol de un niño pequeño y la capacidad de atención de un mosquito cargado de anfetaminas”. Y explica: “Ha deseado el alcance y el impacto del poder dictatorial toda su vida: el poder de convertir un capricho en ley, de atraer de forma permanente todos los focos hacia sí mismo, de aplastar a los enemigos y recompensar a los amigos. Y ahora, las últimas barreras de un orden estadounidense en declive han sido eliminadas. El ensayo se acabó. La función ha comenzado”.
De momento, el desplome de la democracia más potente del mundo se acelera
Bill Kristol fue jefe de Gabinete del vicepresidente republicano Dan Quayle y director de lo que una vez fue la revista insignia de la derecha estadounidense , The Weekly Standard . Kristol escribió esta semana: “Hasta aquí el Estado de derecho. Hasta aquí los límites al poder del Ejecutivo. Hasta aquí la legitimidad de la oposición al Gobierno. Uno puede intentar apartar la mirada del abismo por un tiempo. Pero cuando las distracciones se acaban, no se puede evitar ver que nos dirigimos directamente hacia él”.
David Frum, que redactaba los discursos del presidente Bush hijo, comentó en la BBC que Richard Nixon, que dimitió como presidente en 1974 tras un escándalo de corrupción, era un pilar de integridad y honor en comparación con su actual sucesor: “Trump hace todos los días lo que Nixon fantaseaba con hacer, pero solo cuando estaba borracho. Incluso mandar a la policía a atacar los hogares de sus rivales políticos”.
Frum se refería al registro hace nueve días por parte del FBI de la casa de John Bolton, consejero de Seguridad Nacional durante el primer mandato de Donald Trump y hoy uno de sus críticos más beligerantes, percibido hoy por la Casa Blanca como un vil traidor. No fue un caso aislado de persecución política o de abuso de poder. La lista es larga. La alarma de los cuatro comentaristas de la derecha tradicional. que cito, y de decenas más, surge del creciente despotismo de Trump desde que llegó a la presidencia en febrero. Entre las acciones que señalan: enviar el ejército a combatir el crimen en Washington y prometer que hará lo mismo en Chicago (antes había enviado tropas a Los Ángeles a suprimir protestas en su contra); mandar hombres enmascarados a detener y deportar a inmigrantes, estén legalmente en el país o no; purgas de personal perfectamente capaz pero considerado desleal a Trump en el FBI, en la CIA, en el Departamento Nacional de Inteligencia, en el Departamento de Estado, en el Pentágono, en el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, en la cúpula de la Reserva Federal; extorsión por medios presuntamente legales a universidades, grandes corporaciones privadas, bufetes de abogados y medios de información como CBS o ABC televisión, y el enriquecimiento personal (más de tres mil millones de dólares de momento, se estima) de Trump y sus familiares.
Todo esto recuerda, obviamente, a la dictadura consumada de Vladímir Putin y ayuda a explicar por qué Trump recibió al presidente ruso en Alaska hace un par de semanas con todos los honores. Los enemigos de Trump no están fuera de EE.UU., sino dentro. Y Putin es el espejo de lo que Trump aspira a ser. Que el presidente ruso esté matando cada vez más civiles en Kyiv y otras ciudades ucranianas: Trump prefiere no verlo. Por eso unos días después de aquella reunión despidió a la mayor experta en Rusia dentro de la CIA. Los conocimientos de los funcionarios no valen para nada si las verdades que dicen entran en conflicto con las fantasías del presidente.
Esto lo saben muy bien los miembros del “Gabinete de lameculos” al que se refiere Steve Schmidt. Lo demostraron esta semana al escenificar una caricatura grotesca del Politburó de Stalin. Durante tres horas y cuarto, según cuenta Bill Kristol, “los funcionarios de más alto rango del Gobierno de la democracia más antigua y otrora más grande del mundo tomaron turnos para humillarse ridículamente ante su ídolo presidencial”. El que se llevó el premio fue Steve Witkoff, el inversor inmobiliario reconvertido en enviado especial de Trump (difícil escribir lo siguiente sin soltar una risa macabra, o llorar) para buscar una solución negociada a los conflictos de Ucrania e Israel/Palestina. “Solo deseo una cosa –rezó Witkoff ante su divinidad–, que ese Comité Nobel finalmente se ponga las pilas y se dé cuenta de que usted es el mejor candidato desde que se inauguró el premio Nobel de la Paz”.
Los enemigos de Trump no están fuera de EE.UU., sino dentro, y Putin es el espejo de lo que aspira a ser
El querido líder escuchó a sus aduladores con dulce complacencia, sin el más mínimo atisbo de ironía. No se quedó mudo, claro. Sus palabras alimentaron la sensación de comedia absurda. Pero de vez en cuando soltó alguna verdad y nunca una más grande, o más desoladora, que cuando dijo: “Soy el presidente de Estados Unidos. Tengo el derecho de hacer cualquier cosa que yo quiera”.