Hoy, día mundial del Turista Que Vuelve a casa, muchos turistas revivirán el placer del regreso con la sospecha de que no les gusta que agosto acabe en domingo y que septiembre empiece en lunes. En circunstancias normales, y sin llegar a la flagelación existencial de Ulises en la película The return , regresar provoca un reconfortante sentimiento de arraigo a un país, una ciudad, un hogar. Digo en circunstancias normales porque miles de usuarios han vuelto a sufrir el calvario de humillaciones que conforman la experiencia de la aviación comercial. Todo funciona a través de un totalitarismo tecnológico amparado por la coartada de la seguridad. Este modelo, sin embargo, tropieza con realidades terrenales como tormentas eléctricas, saturación del espacio aéreo y, en la práctica, el derecho impune a suspender vuelos o a que, encerrados en aviones pero sin despegar, los viajeros finjan que no están siendo secuestrados.

Para protegerse de posibles motines, la autoridad establece que cualquier agresión verbal o física a un trabajador de tierra o de tripulación será castigada con la expulsión. Así se fomenta la pedagogía de la obediencia paramilitar. Una obediencia que aceptamos porque, para volver a casa, estamos dispuestos a todo, incluso a que los controles de seguridad sigan siendo laboratorios que experimentan con nuestra tolerancia a la arbitrariedad y a la vejación.
Hoy, día mundial del TQTC, los más afortunados celebrarán haber tenido un vuelo plácido y no haber sufrido problemas que, comparados con otras desgracias, son un lujo de primer mundo. Otros, en cambio, vivirán el naufragio de vuelos anulados y retrasos que, en el mejor de los casos, podrán explicar en las sobremesas. En el peor de los casos, cuando logren superar la situación que el sistema les ha preparado, se sentirán más viejos, tristes y vulnerables. En la intimidad, recordarán la claustrofobia que sufrieron dentro de un avión detenido en la pista durante horas mientras el comandante se justificaba con unas explicaciones tan dolorosas como una muela arrancada sin anestesia. Pero no dirán nada porque en alguna cláusula establecida por la compra del billete se establece claramente que, si las circunstancias lo permiten —y si no, también—, consentimos ser maltratados.