Los pelmas de las vacaciones

Un escritor conocidísimo el siglo pasado, Jules Renard, dejó escrito lo que deberían ser unas vacaciones auténticas: “Comer bien, dormir bien, ir donde uno quiere, quedarse en lo que de verdad interesa, no quejarse jamás y, sobre todo, huir de los monumentos como de la peste”. Es un buen programa, pero hoy destacaría lo de no quejarse. Básicamente porque ya llevo días escuchando los relatos de vacaciones de conocidos cada vez más convencido, por un lado, de que tengo demasiados conocidos y, por otro, de que la paciencia es una virtud muy sobrevalorada.

20 - 07 - 2025 / Barcelona / Aeropuerto / Gente esperando en el aeropuerto - aglomeraciones / Foto: Llibert Teixidó

 

Llibert Teixidó

Hay mártires que nunca figurarán en el santoral. Principalmente los que, llevados por una idea muy discutible de lo que es la buena educación, aguantan resignadamente esas historias ajenas. Soportar las propias vacaciones ya es bastante penitencia –aeropuertos saturados, playas llenas, restaurantes gestionados por Dillinger–, pero componer una expresión de deleite cuando alguien decide obsequiarnos con su descenso estival a los infiernos ya es harina de otro costal. Algo que hace que uno acabe descubriendo en sí una capacidad para la hipocresía que nunca había sospechado.

Sobre todo porque no hacen más que quejarse. Ya sabemos que las vacaciones son la historia de un fracaso y que la buena guía de viajes es la que recomienda que te quedes en casa, pero reconocerlo y, sin embargo, seguir perseverando en el empeño vacacional ya raya con el sadomasoquismo. Les digo esto porque, en resumen, lo que todos cuentan, aunque sea entre líneas, es que lo han pasado fatal.

Empiezan los que, pese a multitud de advertencias, optaron por las Baleares. Lo describen como si hubieran sobrevivido a una campaña militar: aviones con retraso, ferris desbordados, turistas que parecen una plaga bíblica, hoteles a precio de secuestro por el cártel de Jalisco y comidas con el marisco americano congelado cuando el mamut de Siberia. Algunos, como el que va a Louis Vuitton, se obsequiaron con una langosta en Menorca, lo que les sirve para recordar que en el mercado del Ninot se comen mejores y más baratas. Para colmo, la posidonia. Esa planta que biólogos y ecologistas veneran –pese a su indiscutible pestazo– como pulmón marino se convierte, según ellos, en un monstruo tentacular digno de Lovecraft. Si leen la prensa mallorquina de este verano, verán a lo que me refiero.

Nunca es tarde para descubrir que en las playas del Índico la marea es una pesadilla

Peor aún son los de la costa. El tono con el que hablan de su segunda residencia recuerda al del preso que describe su celda. Todo el año soñando con llegar, y al cuarto día quieren huir: la cola en el súper de Calella, los accesos colapsados a la playa, vecinos ruidosos, adolescentes amotinados y mosquitos como portaaviones. La mayoría encuentra su único consuelo en algún torneo de verano y el inicio de la Liga, que les sirven de excusa para escapar a Barcelona como quien disfruta de un permiso penitenciario. Lo suyo no son vacaciones, es régimen abierto.

Luego está la aristocracia del relato vacacional: los trotamundos. Esa gente que encontraría alguna virtud hasta al monumento a Colón, siempre que estuviera lo bastante lejos. Es el drama del viajero de nuestros tiempos: el de olvidar que lo único exótico que tiene un hipopótamo es que no los hay en la plaza de las Glòries. Nunca es tarde para descubrir que en las playas del Índico la marea es una pesadilla, que hay peces que muerden, que la arena está sembrada de erizos y que los delfines son no friendly . Todo sea por la selfie, pero su relato está lleno de fotos ante budas sarcásticos, imanes de nevera horrorosos y amargas quejas por el wifi. 

Para más inri, suelen llevar a los niños a estos periplos. Pobres criaturas arrastradas por templos interminables, museos ignotos o madrugando como aves de corral para atisbar a lo lejos la punta de la cola de una ballena. Los padres insisten en que “así se cultivan” y tienen “experiencias”, mientras los ceban con hamburguesas idénticas a las de cualquier aeropuerto.

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Lo más curioso es que tras el relato de las calamidades, asoma la sonrisa que anuncia la repetición: “El año que viene iremos a Bali”. No aprendemos. Salvo los muy ricos, que juegan en otra liga, y los que juiciosamente se quedan el balcón o, como mucho, se acercan al pueblo de los abuelos, los demás no hacemos vacaciones: son penitencias voluntarias, castigos que nos imponemos para después explicarlo. Y, como toda penitencia, siempre se repite, porque nada ata tanto como la oportunidad de volver a quejarse.

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