La inmigración es ya el principal factor político. El cambio de paisaje humano en Catalunya (de 6 a 8 millones) está relacionado con casi todos los grandes problemas del presente. Empezando por el déficit de vivienda; y continuando con el elemento cardinal de la identidad catalana: las encuestas indican que el uso del catalán no ha disminuido, pero ha aumentado muchísimo la población que no puede o no quiere usarlo. Otros muchos problemas sociales de primer orden también están relacionados con la inmigración: el precio del trabajo (estancado desde hace años), el desbordamiento de los servicios sociales, la densidad urbana, la sobreutilización de parques y jardines, la presencia en las calles de muchas personas sin hogar, la sensación de inseguridad (digan lo que digan las estadísticas), los bajos resultados escolares.
Las personas emigran cargando a sus espaldas terribles dramas que merecen reconocimiento y fraternidad. Sin embargo, no debería hablarse del fenómeno migratorio de manera genérica como se suele hacer (“pagarán las pensiones”, “hacen los trabajos que nadie quiere”), ya que, de su presencia entre nosotros, hay quien saca grandes beneficios y quien sale muy perjudicado. La llegada de mujeres de Centroamérica ha permitido, por ejemplo, que muchas familias puedan encargar privadamente el cuidado de sus ancianos. Pero, a la vez, la llegada de migrantes ha perjudicado objetivamente a los trabajadores: bloqueo del precio del trabajo, escasez de vivienda, competencia por las migajas del estado de bienestar.
Es inútil amonestar a quienes quieren votar a Orriols; serviría escuchar su malestar
En el caso de la lengua catalana, el perjuicio es evidente: a diferencia de las lenguas que, como el castellano o el francés, tienen muchos millones de hablantes que se extienden en diversos territorios del globo, una lengua de pocos millones de hablantes no puede sobrevivir si en sus territorios históricos se encuentra con un flujo, constantemente renovado, de cientos de miles de personas que no lo entienden. Si no se habla de ello es, quizás, porque a muchos españoles (y a no pocos catalanes) ya les apetece la guetización (incluso la extinción) de la lengua catalana.
Sea como fuere, esta y otras muchas inquietudes han quedado invisibilizadas durante años, ya que subrayar los problemas derivados del fenómeno migratorio implicaba convertirse en racista o xenófobo. Era esperable que, después del procés (en el que el independentismo fue noqueado por los poderes del Estado), cristalizara la tentación de proyectar el resquemor hacia un enemigo débil y fácil: el migrante. Que no se olvide, sin embargo, que la impiedad de señalar a los inmigrantes como causantes de los males de Catalunya mantiene correspondencia con la hipócrita fraternidad de quienes han proclamado durante décadas la bondad de la migración sin compartir sus costes. Residen en barrios, pagan mutuas y van a escuelas vedados, por su precio, a los recién llegados. Más aún: gracias a ellos, el salario del servicio es menor.

Solo los católicos consecuentes, justo es reconocerlo, están haciendo un esfuerzo decidido, personal, de ayuda a los migrantes, sobre todo a través de Cáritas. Lo que ha abundado es el postureo y la fácil retórica inclusiva. Un postureo que los sectores más resentidos de las clases populares ya no pueden soportar y que relacionan con lo que más odian (el pensamiento llamado woke ). En este sentido, la entrevista, severa como un juicio en el Supremo, que Jordi Basté y Mònica Terribas hicieron el otro día a Sílvia Orriols fue una exhibición de superioridad moral. La periodista que el 27 de septiembre de 2017 proclamó desde los micrófonos de la radio pública “Bona tarda, ciutadanes i ciutadans de la República de Catalunya”, quiso aureolarse de rectitud ética y de impecabilidad profesional mientras regañaba a Orriols. Con entrevistas como esta, de efecto rebote, Orriols no necesitará propaganda.
Humillar o amonestar a quienes quieren votar a Orriols, no sirve de nada. Serviría escuchar su malestar y paliarlo. Una sociedad civilizada no puede demonizar, como hace Orriols, a los musulmanes: quien estigmatiza a un colectivo entero oposita al mal absoluto. Ahora bien, el destino de los que hablamos en catalán también merece ser escuchado, a no ser que la muerte de esta lengua sea percibida como el último regalo de la globalización.