Puesto que las guerras están tan presentes, sea en las pantallas, en los diarios, en las conversaciones, parece haberse convertido en obligación cívica manifestar una opinión clara sobre lo que está ocurriendo en los frentes. Leemos y oímos constantemente juicios morales inflexibles, severísimos. El mundo ha entrado en una era despiadada, incluso cínica, sí, pero abundan más que nunca los predicadores y los que proclaman a los cuatro vientos sus bondadosas intenciones.
Ahora bien, ¿qué harías tú, ciudadano bondadoso, qué haría aquel predicador pacifista, qué haría yo mismo, que no estoy libre de exhibicionismo moral, qué haríamos si un día fuéramos víctimas de la ciega brutalidad de la historia, qué haríamos si un miembro de nuestra familia fuera violado, asesinado o torturado en un contexto de guerra? ¿Seguiríamos fieles a las bellas ideas de fraternidad universal o buscaríamos la venganza, abandonaríamos la retórica moralizante y cruzaríamos la línea que separa civilización de barbarie?
Acabo de leer una novela, Virgil, de Quim Español, publicada por Edicions de 1984, que plantea este tipo de interrogantes y los lleva al límite con una narración clara y sencilla que, sin embargo, nunca simplifica la inevitable complejidad del problema moral que plantea. Virgil es, en mi opinión, una de las mejores novelas catalanas de los últimos tiempos porque utiliza la narración como un laboratorio en el que estudiar los cambios que hacemos las personas situadas en un contexto diabólico como es la guerra. El lector también se ve arrastrado al abismo, hasta el punto de verse obligado a preguntarse cómo respondería en el infierno de la guerra.
Quim Español sintetiza con naturalidad la novela de ideas y la novela de suspense. El protagonista es la recreación literaria de un personaje real, Virgil Nóvak, un médico jubilado ucraniano que, debido a la invasión rusa, regresa al hospital de Kyiv como voluntario para operar a los heridos de guerra, que no siempre son soldados ucranianos, a veces también son heridos rusos. Amante de sus nietos, pacifista, culto, cordial, fraternal, es la encarnación de lo que antes se llamaba “una buena persona”, coherente con sus ideas pacifistas y de una generosidad sin límites.
¿Qué haríamos si un miembro de nuestra familia fuera violado, asesinado o torturado?
Como consecuencia de su gran generosidad, vive, paradójicamente, una experiencia terrible, de una crueldad extrema (que no revelaré, por mor del efecto sorpresa). Esta experiencia le hace cambiar y le empuja al infierno de la guerra, a pesar de que ni él mismo entiende su comportamiento. Cruza a escondidas las líneas del frente y desemboca en un hospital en un pueblo ocupado por el ejército ruso. Esta aventura infernal, que le vincula a las vivencias trágicas de otras personas, es
un viaje iniciático al horror, que lo transforma.
No espere el lector los impactos emotivos a que nos ha acostumbrado el periodismo de trincheras o el cine bélico. La guerra es una presencia constante en la peripecia de los personajes, pero nunca de forma escabrosa. La aventura de Virgil está trufada de pequeños detalles (como el caso de una niña huérfana que vive con una abuela enferma y que dispara a la única persona que las ha ayudado). Detalles que ayudan a penetrar en la tragedia sin necesidad de baños de sangre o de recreaciones truculentas.
Es sabido que Virgilio acompaña a Dante en su viaje al infierno. El Virgil de la novela acompaña al lector a las más profundas sombras. No es un viaje divertido, por supuesto. Tampoco morboso. Aunque Quim Espanyol no escribe para distraer, la lectura de este libro es adictiva y frenética. No puedes dejarlo. Responde a un ritmo que me resisto a calificar de trepidante porque tal adjetivo se utiliza para las películas de acción. Un ritmo frenético. Puro suspense. ¿Qué se propone? ¿Qué le sucederá? Siguiendo la obsesiva peripecia de Virgil, el lector realiza un viaje moral que, inevitablemente, le hará pensar a fondo.
El final de la novela, ambiguo, opuesto a la moraleja, confirma que esta novela era absolutamente necesaria en nuestros debates, pues estamos rodeados por creencias y sentimientos que, a pesar de su carga moralista, no son consecuencia de la reflexión moral, sino de la irrefrenable tendencia a calificar como “buenos” a los que piensan como nosotros, y como “malos” a los que piensan diferente.
