El otro día, en la cena del premio Planeta, coincidí con una escritora que, en su día, fue proclamada ganadora, ante quien expresé mi envidia, absolutamente insana, por todos cuantos autores, sobre todo en los últimos años, se llevan el millón de euros (mitad para el ganador y mitad para Hacienda) con el que está dotado el premio literario. No quiero la gloria, ni la fama, ni evidentemente pretendo estar capacitada para escribir más allá de los 2.500 caracteres de este espacio: yo lo que quiero es la pasta.
Ella, la escritora Espido Freire, además de explicarme su propia experiencia y lo que le supuso, cuando era muy joven, entrar en la nómina de premiados y ver reconocido, muy merecidamente, su libro Melocotones helados, me aconsejó, de acuerdo con su propia experiencia, que mejor que soñar con que te toque la lotería es autopercibirse como rica. Una cuestión de actitud, de autoestima, que no tiene que ver (aunque ayuda) con la cuenta corriente, sino con tu predisposición a disfrutar de todo lo bueno que tiene la vida y que, a veces, no cuesta dinero.
Me dio que pensar y debo admitir que, sin ser hasta ahora consciente, también me autopercibo como rica. No al estilo de Georgina (la de Ronaldo) y esa obscena ostentación de riqueza de muchas y muchos que, por más que lo intenten, no pueden esconder lo que antiguamente se denominaba “el pelo de la dehesa”. No, lo mío es una natural inclinación a no parecer una miserable como aquellos que, en una cena de amigos en un restaurante, se empeñan en que cada uno pague lo suyo, volviendo loco al camarero con cuentas por separado, alegando que su plato es más barato que el del vecino de mesa. O, aún peor, en esas comidas de a dos en las que el otro te recrimina haber dejado en el platillo lo que considera una propina excesiva, cuando se ha pasado el rato dando por saco al camarero. Por no hablar de los que, en un viaje, en vez de compartir taxi y pagar a medias, prefieren carretear maletas y esperar una hora a que salga el bus que te lleva a la ciudad que sea o eligen un hotel sin prestaciones alegando que, total, para ir solo a dormir, qué más da. Pues a mí sí me importa, si salgo de casa, que sea para ir a mejor.
En definitiva, autopercibirse como rica no te impide disfrutar de lo barato, tampoco hay que ser imbécil, pero te evita perder el tiempo buscando el precio más bajo de algunas cosas, sin tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, las gangas tienen truco.
