Nunca más tendrá una vivienda en propiedad, la tendrá por suscripción

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Nunca más tendrá una vivienda en propiedad, la tendrá por suscripción
Director de Contenidos en Godó Nexus

Película 1: El hogar por suscripción

Año 2074, la mayoría de la gente ya no “tiene casa”. Tiene acceso por suscripción.
El hogar se elige desde una app.

Cada usuario paga una cuota mensual a su plataforma residencial preferida —NestLife, Domos, Habitat One—, que gestiona millones de viviendas interconectadas en distintas ciudades del mundo. Según tu plan, puedes vivir en un estudio estándar, en un ático con vistas o en una cabaña rural. Como en Spotify: Free, Premium, Platinum.

Las casas ya no se venden. Se actualizan.


El diseño interior es modular y replicable: los muebles se imprimen en 3D, las paredes cambian de color con un ajuste digital y las cocinas se reconfiguran según tus preferencias alimentarias.
Cuando te mudas, tu “perfil de hogar” —temperatura, iluminación, distribución— viaja contigo.

Nadie habla de hipotecas.

Las palabras vecino y propietario suenan antiguas.

La estabilidad ha sido sustituida por la movilidad emocional: vivir se parece más a hacer scroll.
Pasas tres meses en Lisboa, seis en Berlín, un año en Barcelona. No hay mudanzas, solo transiciones sincronizadas.

Los estados se retiraron casi por completo del mercado de vivienda, incapaces de competir con los gigantes de la gestión de activos.
Los gobiernos regulan tarifas mínimas y estándares de confort, pero la propiedad física pertenece a una docena de fondos globales que cotizan en bolsa y controlan el 80% del parque residencial.
A cambio, la vida es más eficiente: sin mantenimiento, sin impuestos de propiedad, sin hipotecas que heredar.

Solo una suscripción que incluye casa, conectividad y seguro básico de salud.

Los mayores nunca se adaptaron.

Los jóvenes lo vieron natural: acostumbrados a no poseer ni la música, solo el acceso, les pareció lo más lógico del mundo.

Todo estaba incluido.


Todo, menos el hogar.

Netlife fue el Netflix de la vivienda. La que impuso una nueva manera de entender el acceso a la vivienda.

NestLife fue el Netflix de la vivienda. La que impuso una nueva manera de entender cómo vivir en las ciudades.

Pau R.Urquidi

Película 2: El algoritmo de la pureza

A mediados del siglo XXI, el racismo dejó de hablar de razas.
Aprendió a hablar de datos.

Los gobiernos crearon el PureScore, un índice genético diseñado —decían— para garantizar la estabilidad social.
Un número entre 0 y 100 calculado a partir del ADN, la salud y los patrones de comportamiento digital.
No medía la biología.
Medía la compatibilidad cultural.

Al principio servía para emparejamientos o becas.
Luego, para visados, pero el punto de inflexión fue introducirlo en el acceso a los diferentes barrios de la ciudad.

“Es estadística, no discriminación”, repetían los anuncios.

Una joven de padre senegalés y madre catalana solicitó vivir en el Distrito Azul, la zona más codiciada de la ciudad.
Le denegaron la entrada tres veces.
Cuando pidió explicaciones, recibió un mensaje automático:

“Su perfil no cumple los estándares de coherencia cultural.”

Hackeó su propio PureScore.
Entró.

Las calles eran perfectas, los jardines simétricos, los olores neutros.
Todo era idéntico.
Hasta que una vecina la denunció por anomalía estética.

Cuando la arrestaron, dijo al guardia:

“Solo quería escuchar cómo suena el miedo cuando se disfraza de orden.”

El PureScore se actualizó al día siguiente.

Desde entonces, el PureScore ya no habla de pureza, sino de armonía predictiva.


Y nadie parece notar la diferencia.

O quizá sí. Pero el algoritmo aún no lo ha considerado relevante.

La gente empezó a competir por tener un mejor Purescore. Era un orgullo estar en el top3 del ranking de tu entorno más cercano.

La gente empezó a competir por tener un mejor Purescore. Era un orgullo estar en el top3 del ranking de tu entorno más cercano.

Pau R.Urquidi

Película 3: El día que los hombres se callaron

Todo empezó como un experimento social en 2039.
Durante un mes, los hombres no podrían hablar en espacios públicos.
No por censura, sino por protocolo.
Un implante temporal detectaba niveles altos de testosterona en sangre y bloqueaba las cuerdas vocales en cuanto intentaban emitir sonido.

La medida nació tras una ola de agresiones verbales retransmitidas en directo.
Las autoridades aseguraron que el objetivo no era castigar, sino estudiar el impacto del silencio en la comunicación de género.

La mayoría de los hombres reaccionaron con furia.
Otros, con alivio.

Un profesor jubilado —padre de tres hijas, viudo desde hacía una década— decidió no protestar.
Siguió yendo al mercado, al café, al parque.
Aprendió a comunicarse con gestos.
A escuchar las conversaciones de las mujeres sin interrumpirlas.
A notar las pausas, los silencios, las miradas.
Se dio cuenta de que nunca antes había oído tantas historias.
Ni tanta risa.

Empezó a escribir cada noche lo que había escuchado durante el día.
Cartas sin destinatario.
Una de ellas decía:

“Creí que el silencio me borraría,
pero solo me devolvió lo que nunca había escuchado.”

Al terminar el mes, el gobierno ofreció desactivar los implantes.
El 87% de los hombres aceptaron.
El resto pidió mantenerlos activos “por elección personal”.

El profesor fue uno de ellos.
En su última carta escribió:

“El silencio no me quitó la voz.
Me devolvió la escucha.”

Quizá el silencio no fue una renuncia, sino un comienzo. 

Porque solo quien calla un momento, aprende a escuchar.

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