El otro sábado, una copa se prolongó hasta convertirse en cena con un conocido al que no veía desde hacía tiempo. Conseguimos mesa sin reserva en un restaurante de Ciutat Vella. El salón parecía anclado en otra década: ladrillo blanco, espejos con marcos dorados que multiplicaban los gestos, manteles almidonados sobre la madera oscura.
Recordaba levemente que en nuestro último encuentro me había desagradado de él cierto aire resabiado, un ligero desdén en sus comentarios que remataba con una risita tintineante. Esa noche, en cambio, todo fluía de manera espontánea, natural. Pedimos, y poco después llegaron las vieiras: seis conchas abiertas como pequeñas promesas marinas. El coral anaranjado junto al blanco de la carne parecía una pincelada de óleo; el verde del aliño se insinuaba apetitosamente en los pliegues; dos medias lunas de limón aguardaban la presión de los dedos.
Si uno no quiere envejecer por dentro, debe librar una batalla constante contra el cinismo
Más que la carta, lo que eleva una mesa compartida es lo que ocurre entre plato y plato. La apertura y la conversación animada son el verdadero festín. Y de pronto volví a ver ese rasgo suyo que ya había advertido: una autocomplacencia que impedía cualquier intercambio genuino. Cuando yo hablaba, él ya afinaba su réplica. Escuchaba lo imprescindible para no perder el turno. De vez en cuando asomaba el hombre que también recordaba –agudo, buen narrador–, pero se imponía su versión barnizada de cinismo. La ironía, que en otro tiempo debió de ser su luz, funcionaba ahora como blindaje. Recordé eso que escribió el filósofo Jankélévitch: el cinismo es una ironía a la que se le ha muerto la bondad. Los platos siguieron desfilando, sin pretensión ya de salvar el abismo que había de un extremo a otro de la mesa.
El coulant llegó impecable por fuera. Hundí la cuchara esperando la lava dulce. Nada: solo un armazón seco, perfectamente horneado de más. Y no sé si fue la desilusión de perderme el clímax del chocolate resbalando por el corazón caliente del bizcocho, pero en ese momento, cuchara en mano, llegué a una conclusión: con los años, si uno no quiere envejecer por dentro, debe librar una batalla constante contra el cinismo, el veneno más corrosivo de la jovialidad.
