El Putxet i el Farró, tan feo, tan guapo

Les confieso que soy fan del barrio del Putxet y el Farró, con su montaña particular, de la que toma el nombre, entre la Bonanova y Gràcia. Y eso que ese micro Eixample –en su día un poco resquebrajado por la abertura de la ronda General Mitre–, repleto de casas de pueblo, torres de veraneo y edificios en apariencia insípidos, no encaja especialmente con los cánones clásicos de belleza ni menos aún con ningún catálogo apresurado de lugares recomendables para los turistas.

cedida per Teatres del Farró

  

Teatres del Farró

Con poco menos de 30.000 habitantes –muchos de ellos con la pretensión de ser ancianos venerables–, y emparedado entre la serpenteante calle Balmes, al sur, y las avenidas Riera de Cassoles y República Argentina, al norte, este barrio familiar, tranquilo y laborioso, tiene muchos rincones, pocos iconos y ningún restaurante de moda. Pero su belleza es carismática, magnética e irracional, como en el cine lo fueron Humphrey Bogart para nuestras madres o lo es Quim Gutiérrez para nosotros. ¡De tan feos son guapos!

¿Cómo explicar, si no, lo atractivo de la plaza Mañé i Flaquer, convertida según Jesús Mestre en “ágora del barrio”, a pesar de su urbanismo desaliñado, caótico y canalla? Aun con sus callejones adyacentes poco iluminados, estrechos y empinados, ¿por qué nos sentimos allí tan arropados? ¿Qué perfume envenenado nos llama, embobados, hasta los pasajes de Mulet o Sant Felip? ¿El de sus verjas decimonónicas, el de sus rosales y casas a la inglesa? Situados ante la casa observatorio de Vil·la Urània, un equipamiento con seis plantas sobre rasante pero felizmente integrado con la casita neoclásica del que fue su insigne propietario, el astrónomo Josep Comas i Solà, ¿cómo no sentirse teletransportado al Old Town de Boston, la ciudad a un tiempo histórica y moderna?

En el Farró, “tothom, com a pagès, s’hi diu bon dia”, escribió hace ya casi un siglo Clementina Arderiu, poeta, esposa de Carles Riba y vecina de la calle Roca i Batlle. Tuve ocasión de comprobarlo hace unas semanas cuando, después de muchos años sin hacerlo, visité de nuevo el barrio, con la excusa del estreno del nuevo teatro de La Fàbrica, junto con la Gleva, uno de los “sitios más underground del Upper Diagonal”. Situado en una antigua manufactura de ventiladores, propiedad de un enigmático empresario alemán, el teatro inaugurado en la magullada plaza del director de El Brusi condensa el secreto del Farró, que no es otro que su autenticidad, su dimensión humana y su vocación universal.

El secreto del Farró no es otro que su autenticidad, su dimensión humana y su vocación universal

Y es que, aunque la mayoría de los mortales somos de ciudad, añoramos la vida de pueblo. No porque hayamos olvidado aquello de que pueblo pequeño, prisión grande, sino más bien porque, con los años, los hombres y las mujeres buscamos la autenticidad de la existencia, el sentido de nuestros logros, fracasos y relaciones. Y eso en la ciudad individualista, competitiva y tecnológica de hoy no se encuentra fácilmente. “Cada vegada que l’home d’avui descobreix la vida senzilla, queda enlluernat i sorprès. Queda, sobretot, immers en un mar de confusions, de les quals es fa impossible de treure una qualsevol conseqüència”, escribió Josep Pla, en Les illes, como si hablara del Farró. En las calles Saragossa y Vallirana, incluso en la bulliciosa Guillem Tell, la luz de las ventanas de los edificios y las de los rutilantes talleres y comercios a pie de calle conforman, sin buscarlo, una comunidad de vida… ¡real!

Que el barrio es ultralocal pero cosmopolita lo corrobora la ambición con la que ha celebrado la puesta de largo de La Fàbrica ni más ni menos que con el estreno en catalán de Freshwater, la única comedia de Virginia Woolf estrenada por el grupo de Bloomsbury. Lo más exquisito, elitista y universal, en un teatro de barrio, sencillo y sin más pretensiones que el propio amor al teatro.

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Si alguna vez al caer la tarde les invade la tristeza, les recomiendo que suban al parque del Putxet y busquen Barcelona, no la ciudad que tendrán ante sus narices, sino el asteroide que, gracias a Comas i Solà, su descubridor, lleva su nombre. Con Barcelona a sus pies y sobre sus cabezas constatarán, como el Filósofo, que al final solo son dignos de reverencia los cielos estrellados de arriba y la ley moral en nuestro interior. Y quedarán en paz, incluso entre los feos guapos.

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