“Que quiero morir”. La rumba carcelaria vuelve. Me pilla el nuevo single judicial buscando a mi abuelo en el Archivo de la Memoria Histórica. Todo eso un 20-N, pero ya se sabe que cincuenta años no son nada y el que puede hacer ya viene haciendo desde hace rato. Mi abuelo desapareció de la vida de mi abuela en medio de la guerra y ya no apareció. Mi padre creció con el estigma de niño abandonado. Sería genial poderle decir ahora que su padre no le dejó sino que se lo llevaron de prisionero a Roses y allí se lo tragó el silencio. Que quizás quiso pero no pudo volver a verle. Para luego asustarnos de los jóvenes que añoran a Franco. A los veinte años uno piensa muchas cosas. A veces estupideces, planes insensatos y opiniones incendiarias para molestar o incendiar el Reichstag.
Los del Supremo han tenido la ocurrencia de que se sepa la condena al fiscal el mismo día de la muerte de Franco, ese dictador golpista que mató, reprimió y jugaba fatal al tenis. Así que el mensaje de los chavales del Supremo es claro: no sabe usted con quién está hablando. La excentricidad salvaje de la judicatura viene de lejos y por aquí lo sabemos bien. Vaya por delante que he sido abogado más de veinticinco años. Me encontré con una minoría de jueces arrogantes, malos e incomprensibles como en todas las profesiones, pero siempre existía la posibilidad de que jueces en instancias superiores matizaran, mediaran o remediaran según qué desmanes. Uno creía y sigue creyendo en la justicia aunque hoy –20-N– no sé si prefiero que me riña un policía a que me juzgue un juez.
Hoy no sé si prefiero que me riña un policía a que me juzgue un juez
Una sentencia no debería entenderse como un ajuste de cuentas, como una venganza ni como un aviso. Este fallo lo parece, pero, como letrado que fui, aún tengo la prevención de poder leer la sentencia. Y tratándose de una cuestión sin unanimidad y sobre la base de pruebas indiciarias, quizá la responsabilidad de quienes han fallado hubiera debido primar que el castigo y el descrédito al acusado ante una probable mala praxis ya se había conseguido sin necesidad de abocarnos a una crisis institucional.
Pero los jueces no están para hacer política (risas) y sí para emitir el mensaje de que nadie está por encima de la ley. Debe de ser cosa de familia ser ingenuo. Mi abuelo lo descubrió tarde, con 21 años. En algo hemos mejorado.
