Hay poca gente en el auditorio, es la hora anunciada y los organizadores y el conferenciante parlamentan:
–¿Dejamos los cinco minutos de cortesía?
–¿Qué tal diez?
Nuevos asistentes entran con cuentagotas. El deseo de un público nutrido juega a favor de quienes quieren dilatar el arranque, hasta que una voz sensata apunta:
–No está bien premiar a los impuntuales y penalizar a los puntuales. Deberíamos empezar ya.
Las convocatorias de actos públicos, conferencias, presentaciones de libros... Constituyen una fuente inagotable de aprendizaje sobre el comportamiento social. Eugeni d’Ors, famosamente, dijo en cierta ocasión que “en Madrid, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan”. Recientemente, una amiga que se dedica a la gestión cultural me confesaba que en la ciudad del sur donde trabaja, hoy en plena expansión, “hemos conseguido crear una intensa agenda de actos, pero no hemos conseguido crear un público que acuda a ellos”. Y añadía que, especialmente los jóvenes, a quienes más se aspira a captar, son los más reacios a acudir.
No es esa mi experiencia de Barcelona o de Madrid, donde centros como el CCCB o la Fundación March registran tarde a tarde llenos envidiables. Se plantean entonces numerosas cuestiones secundarias: ¿hay que ilustrar la charla con imágenes y/o vídeos?, ¿debe primarse la anécdota, para que el público se entretenga, o el mensaje para favorecer la incidencia real?
No está bien premiar a los impuntuales y penalizar a los puntuales
En las presentaciones de libros, el formato conversación autor-presentador ha sustituido a los discursos encomiásticos de antaño. Pero a veces, la introducción por parte del segundo se alarga en exceso, y los espectadores fruncen el ceño esperando a que intervenga aquel que han ido a escuchar. En cuanto a las mesas redondas, si cuentan con más de tres integrantes, por lo general dejan poco tiempo a cada uno, o bien se eternizan. Cuando acuden cargos institucionales, el protocolo es estricto (el personaje más importante, en el centro) y si hay errores se generan berrinches.
La gran pregunta: ¿cuánto debe durar el acto? El doctor Vallejo-Nágera, en un manual sobre hablar en público, advertía que más allá de los 50 minutos la gente empieza a removerse en sus butacas. Si la sesión va muy bien, puede prolongarse incluso hasta la hora y media; a partir de ahí se encienden todas las alertas.
Sobre todo, que no ocurra lo que en la anécdota que relataba Salvador Pániker.
–Voy a ser breve –dijo el orador.
Y en ese momento le cayó en la cabeza la lámpara de la sala.
