He estado unos días en Madrid. Una visita breve de esas que no están pensadas para descubrir nada nuevo. Y, sin embargo, he vuelto con una sensación inesperada: la fascinación por la luz navideña. Madrid, en Navidad, se toma en serio la idea de iluminarse por dentro y por fuera. Porque la Navidad no es solo una tradición cristiana. No es únicamente la celebración del nacimiento de Jesús, que también lo es para quien lo vive desde la fe, sino un ritual de familia, de pausa compartida. Y eso, Madrid lo entiende muy bien.
La iluminación no es solo decorado: es mensaje. Dice “estáis en casa”, o “quedémonos un rato más”. En Madrid hay árboles, luces, guirnaldas que no piden permiso para emocionar. La Puerta del Sol tiene un árbol en el centro visible, orgulloso, central, altísimo. No escondido, no disculpándose por existir. Un abeto que no teme ser protagonista porque sabe que la Navidad, sin símbolos, queda coja.
Iluminar una ciudad en Navidad no es frivolizarla sino humanizarla
Barcelona, en cambio, sigue teniendo una relación complicada con estas fechas a pesar de mejorar claramente su pasado. Y es curioso, porque Barcelona tiene, sin discusión posible, la mejor cabalgata de Reyes. Un espectáculo creativo, emotivo, moderno y profundamente respetuoso con la infancia. Ahí no nos gana nadie. Pero el espíritu navideño no puede limitarse a una noche mágica.
El árbol de la plaza de Sant Jaume es espléndido, sí. Pero está castigado en una esquina, como si molestara. Con una iluminación triste, digna de la casa de Mr. Scrooge. Parece pedir perdón por ocupar espacio público, como si la alegría tuviera que justificarse. Madrid gana a Barcelona, no en modernidad, ni en creatividad, ni en talento cultural, no va de eso, sino en algo más sencillo: en las ganas de entender que la Navidad no divide, sino que suma. Que no excluye, sino que acoge.
No se trata de copiar a Madrid ni de entrar en una competición absurda. Es perder el miedo a emocionar. Entender que iluminar una ciudad en Navidad no es frivolizarla sino humanizarla y que las luces no son un gasto superfluo sino una inversión en ánimo colectivo. Barcelona no necesita ser menos Barcelona para vivir mejor la Navidad. Solo necesita dejar de mirarla de reojo. Y atreverse, de una vez, a encenderla.
