Un colega exponía, en esas mismas páginas, que el alumbrado de Navidad genera felicidad; y que dicha felicidad es muy requerida en un tiempo desolador como el actual. No obstante, aparte de otras ramificaciones (como, por ejemplo, el desacuerdo entre el discurso ecologista alarmista y la brillante incontinencia consumista), la dificultad primordial de estas luminarias festivas reside en la penumbra que las sucederá. Con el arduo comienzo del año, las luces se extinguen y emerge una sombra ominosa.
Retrato de Nikolái Gógol
Al reflexionar sobre la penumbra, releí “El abrigo”, un relato invernal, aunque no estrictamente navideño, de Nikolái Gógol. Narra la historia de un empleado público diligente y desdichado. Sus colegas se mofan de su actitud retraída y dócil, así como de su antiguo guardarropa, que, de tan desgastado, se ha transformado en “una bata”. Solicita una prenda nueva, para la cual carece de fondos. Utiliza los ahorros de toda su existencia, y aun así le falta la mitad, que obtendrá al privarse incluso de sustento. Finalmente, con satisfacción, puede lucir el abrigo, que sus colegas celebran. Esa misma velada, en las gélidas arterias urbanas nocturnas, unos asaltantes le sustraen la prenda. Ninguna autoridad le asiste en su recuperación y, azotado por el frío, contrae una neumonía y fallece. No desvelaré el desenlace fantástico del relato, solo comentaré que la aspiración arduamente buscada y abruptamente arrebatada transforma a aquel desamparado y sufrido empleado en un espectro amenazante.
Marx y Engels declararon en 1847: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”, detallando cómo todas las naciones y gobiernos se habían alineado para oponerse a él. El conflicto entre los partidarios del cambio y los defensores del statu quo, junto con otros elementos, culminó en dos guerras globales. La peor propuesta política concebible por el ser humano, el mal puro del nazismo, estuvo cerca de prevalecer (si bien el comunismo, a pesar de sus buenas intenciones, tampoco se quedó atrás, con 20 millones de fallecimientos en el Gulag).
Cerca de 178 años han transcurrido desde la publicación del manifiesto por Marx y Engels, y hoy en día, diversas presencias espectrales se mueven por Europa.
Tras décadas de una tranquilidad placentera y una democracia que buscaba el equilibrio, Occidente ha ingresado en un período de agitación, desánimo y división (una experiencia que solo nosotros estamos viviendo; en contraste, los asiáticos, junto con muchos africanos y latinoamericanos, se encuentran en un estado de gran entusiasmo: consumen tres comidas diarias, erigen metrópolis contemporáneas y exportan la mayor parte de su producción). Ciento setenta y ocho años después de la publicación del manifiesto de Marx y Engels, otros espectros merodean por Europa. Hasta hace muy poco, el más aclamado era el espectro de la deconstrucción posmoderna, cuyo propósito es desmantelar todo, utilizando las herramientas más atractivas y de mayor impacto: galerías de arte, instituciones académicas, el mundo de la moda y los medios de comunicación. Su meta es desmantelar el concepto de género, la historia, los mitos, la estructura familiar, las costumbres, y así sucesivamente. El objetivo es desmantelar por completo, apelando a los sentimientos y a una diversidad ilimitada de identidades, hasta reducir las sociedades europeas a un páramo de convicciones comunes, semejante a un cosmos de individuos aislados, como planetas sin conexión alguna.
De pronto, con una potencia tan inesperada como comprensible (la ausencia no solo es inexistente, sino socialmente intolerable), ha aparecido la figura opuesta: la del anhelo por un supuesto orden que se ha desvanecido. Ha surgido con tal ímpetu que se considera capaz no solo de someter a su adversario posmoderno, sino de dominar con mano dura; busca convertirse en una fuerza autoritaria. Para prevalecer, esta figura señala a los más vulnerables: los recién llegados, a quienes se culpa de los problemas comunes. No obstante, la experiencia humana es lo suficientemente extensa como para prever el desenlace de relatos que inician con la demonización de un sector de la población.
La añoranza nostálgica puede dar lugar a un movimiento político poderoso, algo que presenciamos una vez más. Sin embargo, el desdén hacia los vulnerables y la ausencia de empatía que bulle en torno a esa figura autoritaria se topan con una contradicción evidente en el simbolismo navideño. Aquellos que se quejaban de que la deconstrucción amenazaba el significado de la Navidad tradicional, ahora celebran que los desfavorecidos y desamparados sean empujados hacia el frío. La tradición cristiana, para quienes deseen defenderla, es clara: la política es un asunto de opinión (que quede en manos del gobernante de turno), sí. Pero cada persona desamparada que vemos echada a la calle representa la imagen de ese Dios encarnado, que nació en un lugar inhóspito porque su familia no encontró refugio.
