Con frecuencia, la imagen de perspicacia política se logra mediante la inacción. Las exigencias de la carrera política son bastante básicas y sencillas de cumplir: un buen militante debe ser intachable en su vida sexual y profesional, pero se le permite ser perezoso o ineficaz. Si uno se limita a repetir las consignas del partido y se ajusta a las convenciones sociales del momento, puede estar seguro de que no se le pedirá que sea productivo, solo que se porte bien. Al igual que el célebre dinosaurio de Monterroso, cada vez que despertamos, la falsedad persiste. Los estándares morales evolucionan, pero la hipocresía continúa dominando.
Un antiguo monstruo se mantiene fresco como una lechuga: el feudalismo democrático. Los partidos, en principio, son la herramienta fundamental de la intervención política, pero todos operan de forma idéntica: bajo un sistema feudal. El líder intocable ejerce el poder, apoyado por un círculo íntimo todopoderoso. Los demás afiliados deben someterse a este grupo directivo.
Las normas éticas evolucionan, pero la inmoralidad de la mentira perdura.
Bajo tales circunstancias, individuos de gran valía evitan la esfera política, lo que facilita el ascenso de líderes de menor calibre, cuya única cualidad es su lealtad incondicional a las directrices del partido. De estas bases de menor jerarquía, surgen en todas las formaciones políticas figuras astutas, individuos quizás de poca monta, pero adiestrados en la sumisión interna y en la formación de conexiones de beneficio mutuo. Estos colectivos de interés se infiltran en las estructuras partidistas y, al acceder el partido a posiciones de autoridad, convierten dichas conexiones en un grupo depredador, en una estructura deshonesta. El PSOE no es intrínsecamente más propenso al machismo o a la corrupción que otras agrupaciones políticas, pero, al haberse posicionado al frente de estas dos luchas, ahora enfrenta una repercusión más significativa.
Solo cuando el líder declina, las críticas emergen. De pronto, figuras indiscutidas del círculo íntimo del PSOE han sido señaladas por conductas deplorables (como ajustarse la cremallera frente a las becarias, algo que, aparentemente, solía hacer Paco Salazar, quien hasta hace poco era una figura de confianza en la Moncloa). De repente, esos defectos repulsivos que pasaban desapercibidos salen a la vista y todos reaccionan con indignación. Abundan los escándalos. Las facciones de poder internas del PSOE están proporcionando casos muy jugosos a los magistrados y opositores. Es posible que terminen en la cárcel o queden libres por insuficiencia de pruebas, pero para entonces ya habrán dañado gravemente a su partido.
El PSOE es pragmático y flexible. Aunque sin objetivo. No se sabe adónde se dirige (lo sabe quizás el PSC, que tiene un proyecto territorial claro y un líder, Salvador Illa, con valores socialcristianos que contrastan con la ausencia de brújula ideológica de Pedro Sánchez, que ha cambiado de punto cardinal siempre que le ha convenido). El PSOE se ha servido durante décadas de una fórmula táctica tan elemental como infalible: “Si tú no vas, ellos vuelven”: vótennos o la derecha carpetovetónica se impondrá. Es un eslogan tan útil electoralmente como peligroso a nivel estratégico. Con tan elemental planteamiento se pueden ganar las elecciones o perderlas dulcemente; y en ambas circunstancias, los militantes profesionalizados no peligran. Ahora bien, con este chantaje a la ciudadanía se secuestra una y otra vez la voluntad del votante de izquierdas (y de un grueso enorme de votantes catalanes, asustados por la obsesión recentralizadora del dúo PP-Vox). La falta de tensión ideológica y cultural del PSOE favorece la presencia de militantes pícaros, superficiales, hipócritas (o incluso cínicos, es decir: descreídos) que se acercan al partido por las oportunidades que ofrece de trepar.
Resulta difícil de creer que las redes del PSOE hayan estado operando de manera tan descarada: la totalidad de la prensa conservadora, la cúpula judicial y los mandos policiales más influyentes estaban enfocados en atrapar al Ejecutivo de Sánchez en una falta. Parece inverosímil, ciertamente, pero, tal como señala una de las máximas de la política, un individuo inepto en una posición de poder es como un hombre en un punto elevado: todo lo que percibe le parece insignificante; y él, a su vez, es visto como diminuto por los demás. Es complicado asumir que Sánchez no se percatara de tener individuos tan limitados a su alrededor. Es difícil de concebir. Quizás, ofuscado por su reconocida tenacidad, solo se haya enfocado en su propia imagen.
