Irse para volver

Soy hijo de la educación pública. De pequeño jugaba en las calles y plazas de mi ciudad, y en las noches de calor salía a tomar el aire con mis abuelos, mientras practicábamos el noble arte de la trampa jugando al parchís. Cuando crecí, me tuve que largar para estudiar. Volvía a casa los veranos para vendimiar o trabajar en la cooperativa y poder pagarme los caprichos de cualquier universitario.

Durante esos años estudié, trabajé y salí a partes iguales, porque aprendí que sin una no podía hacer la otra y porque era parte del pacto. El pacto que cualquier sociedad madura debería tener con sus jóvenes, en el que el esfuerzo se premia, potencialmente, con un futuro mejor. Pero cuando terminé, del pacto no quedaban ya ni las migajas.

Y me fui. Vivo en un lugar donde mi trabajo se valora por lo que vale y no por los desequilibrios entre demanda y oferta del mercado laboral. El sentimiento de agradecimiento a quien te emplea no existe y el tren parece llegar siempre a la misma hora. Aquí no hay tantos niños en las plazas. Nadie juega al parchís y no es tierra de viñedos. Pero siento que ha merecido la pena cumplir con mi parte del pacto.

Pau Sanz

Amsterdam

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