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Julio César Londoño, un pájaro raro de provincia

Lectores Expertos

Si bien no era el único que se hacía preguntas sobre la ‘humanización’ de las máquinas hace muchos años, hay una elegancia incomparable en sus especulaciones, y un interés singular por la inteligencia artificial

Julio César Londoño.

Xtremepunkheart / Wikipedia

* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

Borges dijo que no había poeta que, por mediocre que fuera, no hubiera escrito el mejor verso de la literatura. Podemos intentar una variación de su sentencia y decir que no hay ciudad que, por fea que sea, no nos reserve alguna magia, o no guarde algún vestigio de belleza.

Creo que Julio César Londoño estaría de acuerdo con ambas cosas. Con lo del poeta mediocre, por ser él un parroquiano devoto del dios Borges; y con lo de la ciudad fea, por haber nacido y haberse quedado a vivir y a escribir, muy campantemente, en una de ellas: Palmira, en el valle del río Cauca, en Colombia. Alguna gracia debe de encontrar en el lugar.

Aunque tal vez no sea exacto decir que Londoño vive y escribe en Palmira. “Vivo en una pieza de una casa de Palmira”, puntualizó alguna vez, como dando a entender que no tenía mucho que ver con lo que hubiera de la puerta para afuera. Luego agregó: “Todas las mañanas viajo hasta el patio, donde construí un estudio junto al palo de chirimoyas. Allí escribo cuentos, ensayos y notas de prensa”. La vida entera, pues, dentro de la casa. A la calle sale a comprar el pandebono y los cigarrillos.

Pero lo que dice sobre su rutina es parcialmente cierto. Con temor de incurrir en una infidencia, diré que, aunque el estudio y el palo de chirimoyas existen, no es allí donde trabaja. Habiendo entrado a su casa, tuve la impresión de que sus documentos los redactaba en el escritorio que tiene al lado de la pieza. Por demás, no es todos los días que escribe: hace algunos meses me confesó, con preocupación, que estaba perdido en el vicio del ajedrez, que gastaba las horas en duelos y revanchas interminables. “¿Y contra quién jugás?”, le pregunté. “Contra un robot”, me respondió.

Le dije aquella vez que no me parecía grave, peor habría sido caer en los pantanos del bingo (que después del bochinche viene a ser el vicio más feo de los palmiranos). “Es cierto —dijo él—, con el ajedrez por lo menos no gasto plata”. Luego pensé que el vicio, de todas maneras, no era malo; tiempo atrás le había proporcionado la materia de algunos textos, cuando menos, antológicos: El día que la máquina nos devolvió la mirada y Sacrificio de dama.

El primero de ellos es un ensayo sobre la derrota de Kasparov frente a la computadora Deep Blue, en 1997. El segundo es un cuento sobre el mismo conflicto: el ser humano frente a la inteligencia artificial. Si no me he informado mal, ambos textos fueron escritos antes de que terminara el siglo pasado.

En el ensayo, Londoño habla con esperanza de la posibilidad de que Deep Blue o una de sus descendientes acabe por convertirse en nuestra amiga, que pueda, después de derrotarnos, “improvisar una broma para romper el embarazo que sigue siempre a la humillante declinación del rey, y sostener voluntariamente una conversación intensa y apasionada con su padre, el hombre”.

En el cuento, por el contrario, el ajedrecista descree de aquel milagro; se niega a conversar con la Chessmaster 2050 cuando esta, tras ser derrotada, le ofrece un diálogo sobre cualquier cosa. La máquina no podría haberlo hecho, “porque la conversación es algo más que juego y no basta, para sostenerla, el dominio de unos algoritmos. La conversación es información y juego, sí, pero también espíritu, humor, comunión, amistad, tacto”.

Si bien no era Londoño el único que se hacía estas preguntas sobre la ‘humanización’ de las máquinas hace veinte o treinta o muchos años, había (hay) una elegancia incomparable en sus especulaciones, y un interés singular por la dimensión más bien espiritual de la relación con la inteligencia artificial.

Allí donde todos se preguntan por los peligros: el poder, la mentira, las suplantaciones (preocupaciones urgentes, por supuesto), él se inquieta por la posibilidad de la amistad y la comunicación con los artefactos. Cuando surja esa amistad, mediada por la conversación, “ya no estaremos solos, y abandonaremos por algún tiempo esa patética costumbre de estar enviando botellas de náufrago a las profundidades del cosmos”.

Hay que decir, en todo caso, que la comunión que verdaderamente anhela Londoño es la que pueda haber entre el escritor y el lector. No en vano, más allá del vicio del ajedrez, ha dedicado parte de su vida a escribir ensayos de divulgación, cristalinos la mayoría, y elocuentes cuando los contenidos se nos escapan (el círculo de Euler, el bosón de Higgs).

Y escribe sobre casi todo, porque en todas partes mete las narices. Ni Stevenson, ni Ginzburg, ni William Ospina, ni Chesterton y ni siquiera el mismísimo Montaigne nos ofrecen el feliz desorden que nos entrega Londoño. En el tramo de cincuenta páginas de alguno de sus libros nos encontramos con Rusell y con las hormigas, con Pitágoras, Marlon Brando, Kafka y Judit Polgar, con el número y la Torre de Babel, con Borges, la crítica, el bluyín y la tanga, y de todo ello habla con seriedad y cada tanto con un humor retorcido.

Ni Stevenson, ni Ginzburg, ni William Ospina, ni Chesterton y ni siquiera el mismísimo Montaigne nos ofrecen el feliz desorden que nos entrega Londoño

Para lo del humor le ayuda mucho acordarse de un colega que escribía ensayos malos y, dicen, novelas excelentes: “La prueba de que [rigurosidad] es una palabra muy fea es que Vargas LLosa la utilizó cuarenta y siete veces en La orgía perpetua”. “«Partió» Mario Vargas Llosa el domingo, el día letal de la semana. Lo sorprendió la muerte en Lima, no en París como él hubiera preferido, y ojalá con aguacero”.

Además del ensayo, Londoño ha cultivado el cuento. Si en el ensayo es claro, amable y agudo, en el cuento tiene la destreza de la tensión y el giro, y el don de la imaginación. La técnica la conoce, porque se ha dedicado a dictar talleres durante años (o sea que sí sale de su casa), pero lo admirable, a mi manera de ver, es la capacidad (o la debilidad) de transponerse: puede ver uno a Londoño en Moisés, en Cristóbal Colón, en Andrés Bello, o en el atormentado intelectual que siente cómo un gusano voraz se le va comiendo, en el cerebro, extensos fragmentos de poemas y fórmulas matemáticas.

El cuento del gusano se llama Pesadilla en el hipotálamo y ganó el Premio Juan Rulfo en París, en 1998. El que es sobre Moisés se llama Dos magos; el de Cristóbal Colón, Los geógrafos; el de Bello, Los gramáticos. Todos alcanzan a ser un motivo de felicidad para quien los lea.

En cuanto al género ‘mayor’, Londoño escribió Proyecto piel. Pareciera estar tragándosela el olvido, a pesar de haber sido finalista del Premio Planeta de Novela en 2007. Me parece una injusticia que no haya ganado, y que se la trague el olvido, pero Londoño mismo no la ubica en los campos del género. Alguna vez dijo que había llegado a la final del Premio porque los jurados se habían dado cuenta tarde de que se trataba más bien de un ensayo largo.

Por modestia, pues, o por pereza, o por el maldito ajedrez, ha preferido no hacerse novelista, o no definirse como tal, a sabiendas de que es la novela la que suele llevar el pan a la mesa del escritor. Y el vino, sobre todo. Quizás por las mismas razones es que, para colmo, se quedó a vivir en Palmira. Otros logran la primera plana, y él no es más que un pájaro raro de la provincia. La magia que nos reserva una ciudad fea cualquiera.  

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* Rodrigo Estrada es un escritor colombiano. Ha publicado tres libros de cuentos: El Mundo (2014), Episodios sobrenaturales (2016) y La vida que nos merecemos (2024). Trabaja como editor en la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC. Dirige la revista de danza y artes escénicas el cuerpoeSpín y el sello editorial emergente Biblioteca el Sol. Reside en la ciudad de Bogotá.

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