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Un minuto de silencio

Carlos Aragonés Diputado y jefe de gabinete de la presidencia con José María Aznar

Al subir las escaleras de la derecha en el hemiciclo, un nuevo diputado se levantó a preguntarme por Jose Enrique Serrano. Él tenía entendido que lo conocía personalmente, al menos de haber coincidido en los relevos de gobierno de Felipe González por José María Aznar y el siguiente de José Luis Rodríguez Zapatero. El Congreso renueva en un 60% sus miembros cada legislatura, así que una mayoría de los que guardaban el minuto de silencio esa mañana no tendría rasgos nítidos de un nombre familiar, en cambio, entre los políticos situados en puestos de responsabilidad dentro de los partidos nacionales hasta 2015.

La cuestión concreta que demandaba el parlamentario novel fue por qué alguien que no había sido, por ejemplo, el portavoz de las filas socialistas, que había participado en una sola legislatura, no más, se llevaba el gesto unánime de aprecio de la Cámara, dispuesta a comenzar otra áspera sesión de control entre nuestro grupo y el banco azul.

Serrano ha sido quien más se acerca a la figura ideal del consejero de la Moncloa

Imaginándome al protagonista disconforme, arriesgo responder que esa sorpresa es todo un síntoma de nuestra morbosa situación colectiva, que se declara a sí misma en ese minuto huérfana de gentes como Serrano, estrictamente comprometido con las siglas desde el estudiante brillante de facultad que fue, pero no menos partidario de que el gobernante sea escrupuloso con la ley fundamental y se centre en sacar adelante un programa integrador de gobierno. El por dos veces jefe de gabinete atajaba especulaciones acerca de ese intrigante papel junto al presidente como el de uno que ha de actuar por encargo; lo que significa, en su caso, debutar de interlocutor sobre una grave filtración contra los servicios secretos en 1995 hasta la reforma constitucional de 2011, que introducía la cláusula europea en el artículo 135 tras la conminatoria carta del presidente del BCE. Se adivina cuál era su criterio privado en ambas ocasiones.

Los jefes de gabinete han venido siendo un cierto contrapunto de los jefes de Gobierno, a la vez que trasunto de sus inquietudes más de fondo en cuanto al ejercicio del poder. Visto en perspectiva, valen de testigos de prueba, si no coautores, normalmente mudos, de las evoluciones y regresiones del liderazgo presidencial, oscilante entre el polo unipersonal y la colegialidad con los ministros de las principales cartera. Entre nosotros, José Enrique Serrano ha sido quien más se acerca a la figura ideal del consejero de la Moncloa, sabedor como ninguno de los engranajes de la Administración y de los juegos de intereses cruzados que recorren la normativa oficial.

“La tierra te sea leve”, le han deseado sus amigos de partido laico, aunque no sea menos esperanzadora de acuerdo a la historia romana que el cristiano “descanse en paz” posterior. Sea como fuere, las dos militan a favor de la permanencia, con posible regreso, de toda la valía que deja quien ahora ha pasado al otro lado.