En otra vida ya muy lejana, Rocío Dúrcal cantaba aquello de “cómo han pasado los años, qué mundo tan diferente”, y así quien suscribe debería haber entrado en el pleno escuchando esa misma melodía en los cascos a modo de banda sonora. Ah, cómo pasa el tiempo, el puñetero. Hacía veintipico años que servidora no visitaba las nobles entrañas del Parlament, desde aquella época en que todavía mandaba Jordi Pujol, hervía en la olla “el problema del 3%” y se hablaba de Catalunya como un oasis de beduinos pragmáticos que apilaban pescaditos sobre los mimbres del cove . A fe que han cambiado las cosas. Ha perdido algo de lustre la alfombra roja que cubre la escalinata de mármol, pero sobre todo ya no parecen formarse aquellos jugosos corrillos entre diputados y periodistas, conciliábulos improvisados de los que se extraían pepitas de oro. ¿Será que la política se está desgajando de la vida? No me hagan demasiado caso, pero ayer, en la segunda jornada del debate sobre política general, pareció que, en algún tramo, el Parlament estuviese durmiendo una siesta de pijama y Lexatin.
Tal vez el letargo aparente invitó al portavoz de Junts, Albert Batet, a articular la metáfora que hizo mayor fortuna durante las intervenciones: la de la anestesia. Esto es, que al presidente de la Generalitat, Salvador Illa, se le habría ido mano con el cloroformo y ahora tendría al paciente, Catalunya, en la unidad de cuidados intensivos. Hombreeeee, puestos a tirar del símil, al estado de “coma” casi llegamos con el electroshock del procès , pero, como se defendió el aludido, ya no apetece “mirar por el retrovisor”. Si hace justo un año, Puigdemont acusó al president de haber convertido el Govern en “una gestoría de encefalograma políticamente plano”, en estos días la gestoría parece haber mutado en inmobiliaria, a tenor de las promesas constructoras para abordar el descalabro habitacional, la cuestión que más preocupa a la ciudadanía. ¿Pisos? Venga, pues. Que echen humo las hormigoneras.
¿Viviendas? Venga, pues. Que echen humo las hormigoneras
Se suceden los ponentes en el estrado. Me entretengo observando las tres hermosas lámparas de araña que iluminan el anfiteatro del Parlament, de las que penden adornos parecidos a las picas de la baraja francesa. La diputada Susanna Segovia, de los Comuns, se cubre los hombros con una kufiya palestina. Sus señorías entran y salen a sus cosas, dejando abierta la portezuela que separa los escaños de la tribuna de prensa e invitados, de suerte que una pobre ujier tiene que cerrarla cada vez. (Me contará luego que es preceptivo echar el pestillo desde que, en el punto álgido del procesismo, tres espontáneos del público saltaron al ruedo del hemiciclo). Cuando salgo a fumar —de extranjis, como Szczesny, el portero polaco del Barça—, la supuesta financiación singular permanece en el limbo, sin contestar.
Illa, conversando con la diputada de la CUP Pilar Castillejo, que participó en la flotilla a Palestina
A Illa no se le despeina el flequillo ni cuando el líder del PP, Alejandro Fernández, excelente orador, emplea epítetos y sintagmas corrosivos, como “palanganero” o “Chucky, el muñeco diabólico”. Tras la resaca soberanista, parecen más necesarios que nunca el temple y la serenidad de un buen fajador, como en El hombre tranquilo , aquella peli en que John Wayne encarnaba a un boxeador que regresa desde EE.UU. a su pueblo irlandés para olvidar su pasado. Aplomo y moderación, pero habrá que imprimir ritmillo en la gestoría, como si estuviésemos en plena campaña de la renta. No sea que se cuelen fantasmas por las rendijas de esos barrios de los que habla Sílvia Orriols con su retórica nacionalpopulista.