Desde el primer minuto de la firma del acuerdo entre Junts y el PSOE en Bruselas que permitió la investidura de Pedro Sánchez, el ex president Carles Puigdemont dejó claro que las votaciones se tendrían que negociar una por una en el Congreso. Su mayor temor fue siempre aparecer como paganos de la fiesta sin que se vieran los réditos. En los primeros meses, el líder de Junts se mostraba encantado con el poder de sus siete diputados en la Cámara baja. El foco estaba permanentemente sobre su partido. Además, se empezó a dar forma a la ley de amnistía y las negociaciones, siempre arduas, evidenciaban que Sánchez se había tenido que tragar un sapo voluminoso a juzgar por la furibunda reacción en contra de la derecha y de buena parte de la judicatura. Pero como suele ocurrir con todo en la vida, la política española se fue acostumbrando al tono desabrido de Junts, mientras la amnistía, de la que se han beneficiado centenares de afectados pero no Puigdemont y unos pocos dirigentes más, fue dando paso a una calma en Catalunya como no se veía en más de una década. Y ahí empezaron los problemas para la actual dirección de Junts.
Las señales de inquietud por parte de Puigdemont empezaron a evidenciarse en diciembre del año pasado, cuando conminó a Sánchez a presentar una cuestión de confianza para comprobar si aún contaba con el apoyo de la mayoría del Congreso. Aquella crisis se superó, pero la ruptura era cuestión de tiempo. Junts asegura que el motivo es el incumplimiento de los acuerdos por parte del PSOE, mientras que los socialistas alegan que ellos han hecho su parte, pero que no todas las exigencias estaban en su mano. Ambos tienen su parte de razón. El acuerdo de Bruselas preveía paliar los “déficits” en el autogobierno catalán, sin especificar mucho en cuáles debían conseguirse, aprobar una ley de amnistía y ampliar la participación directa de Catalunya en las instituciones europeas. Pero aquel pacto contenía dos premisas más: una, que se iría reconsiderando su grado de cumplimiento de forma constante, y dos, una introducción a la que Puigdemont daba más importancia incluso que a las demandas específicas y que se basaba en una mesa de diálogo en Suiza con mediador internacional sobre el conflicto político entre Catalunya y España. Es ahí donde el ex president percibe que ha perdido pie.
La mesa de Suiza era una forma de aterrizaje político después del procés, pero también una manera de mantener viva la reivindicación independentista. Incluso de avanzar en esa línea por otras vías después del fracaso de la declaración unilateral. Pero en Suiza se ha acabado hablando de lo mismo que podía tratarse en un despacho del Congreso. Mientras, la Generalitat ha pasado a estar gobernada por el PSC y los partidarios de la secesión ya no son mayoría y están más divididos. Puigdemont no ha logrado oficializar el conflicto en el escenario europeo, como se planteó cuando se instaló en Bélgica y se presentó al Europarlamento. Los vientos políticos van ahora por otros derroteros. Por eso, dos años después de instaurar esa mesa de diálogo con mediador internacional que tanta polvareda levantó en su día, el líder de Junts ha llegado a la conclusión de que ya no le resulta útil.
Puigdemont no podía sacar pecho ante ERC ni tampoco ante Aliança Catalana
No es el único motivo, ni siquiera el más relevante, para romper. Hace dos años parecía que Puigdemont marcaría la agenda del Gobierno. La contundencia retórica del líder y de su mano derecha en el Congreso, Miriam Nogueras, acompañada de exigencias cada vez que se presentaba una votación, permitía a Puigdemont marcar distancias de la manera de negociar exhibida por ERC, a la que siempre ha acusado de rendirse a la primera de cambio. Salvo que se hubiera producido un logro relevante para exhibir, Junts estaba entrando en la misma dinámica que los republicanos. Sánchez no daba la impresión de estar tan supeditado a los dictados de Waterloo. Otra cosa es que la amnistía se hubiera aplicado antes del verano y Puigdemont pudiera coger las riendas de su partido personalmente ya en Catalunya. Eso habría dado un margen mayor de tiempo, aunque tampoco habría esquivado por completo la decisión de romper.
Quizá el principal motivo que ha acelerado el desenlace ha sido el temor de la dirección de Junts a un avance inesperado de las elecciones generales. Dadas las circunstancias relatadas anteriormente, Puigdemont no estaba en disposición de aprobar las cuentas de Sánchez. Seguramente el ex president no se ha visto a sí mismo dando orden de apoyar unos Presupuestos Generales del Estado ni en la mayor de sus ilusiones oníricas, salvo que Sánchez hubiera hecho concesiones difícilmente explicables en el resto de España. Ante el asedio de los casos judiciales abiertos y sin presupuestos, la cúpula de Junts ve difícil que el presidente del Gobierno pueda aguantar mucho más y no quiere que las elecciones generales les pille de la mano del PSOE, mientras ERC puede reprocharles que no han obtenido mucho más que ellos o Aliança Catalana se mofa de su diálogo con España.
Por último, el hecho de que la Generalitat esté gobernada por el PSC y, en concreto, por una persona de la total confianza de Sánchez como es Salvador Illa, aún alimenta más la necesidad de Junts de desmarcarse de los socialistas. Los herederos de Convergència tienen como prioridad recuperar poder en Catalunya. Los siete diputados del Congreso pueden ser muy llamativos, pero su necesidad más imperiosa pasa por ser relevantes en el Parlament. Nunca habían tenido tan escasa representación y tan poco poder institucional en Catalunya y las encuestas no auguran que estén en disposición de ganar terreno. Se imponía un cambio de rumbo.
A partir de ahora surgen múltiples interrogantes. Sánchez tratará de continuar como hasta ahora, aunque la defunción oficial de su mayoría no es algo que se pueda pasar por alto con tanta alegría. Junts tampoco lo tendrá fácil: le queda el alineamiento más o menos tácito con el PP o el aislamiento político. Perdida su interlocución privilegiada con el Gobierno central y sin baluartes institucionales en Catalunya, habrá que ver si eso le lleva a una mayor radicalización, sea hacia la derecha y/o en la retórica independentista.
