En pocos días se cumple medio siglo de la desaparición de Franco y su mundo, sin que el 20-N haya resonado por el país en estos meses previos; lo que pone difícil creer a los alarmistas oficiales cuando nos avisan de un revival del espíritu franquista, escondido bajo las nuevas derechas en claro ascenso electoral. Tampoco el partido gubernamental parece haber prestado atención a un aniversario tan redondo, como si la crecida de estas siglas radicales no arriesgara mucho sus intereses, y quepa acomodarse a la situación, como ya acertó a hacerlo con Podemos y con el desafío de Puigdemont.
Retirada de la estatua ecuestre del dictador Francisco Franco de la plaza del Ayuntamiento de València, en 2022
Del Generalísimo, omnipresente hasta 1975, no queda hoy una sola placa o efigie en el mapa español, siquiera las que ostentaban la graduación menor del capitán y comandante que fue en sus primeros empleos africanos; más bien habrá alguna dedicada equívocamente a su hermano Ramón, el aviador republicano y candidato por la ERC de entonces.
De Franco, omnipresente hasta 1975, no queda hoy una sola placa o efigie
Hoy, la fundación dedicada a su nombre está a punto de ser ilegalizada, a no ser que se haga la autocrítica y condene al Franco gobernante, el objeto social por la que fue constituida. Por más que no haya ganado en estos largos años mucho prosélito, quién sabe si la reprensión judicial no puede terminar por atraer el romanticismo de los jóvenes, siempre más inclinados hacia las causas perdidas.
Estos ejercicios de censura van contra la libertad de pensamiento a cargo de la ley de Memoria, son lanzadas a moro muerto que nos van a hacer caer en la paradoja de imitar al enemigo en sus prácticas amedrentadoras, mientras el próximo futuro trae otras derechas, por identificarse aún, claramente alimentadas por las disfunciones de nuestra política actual, que no de imaginarias fuentes.
El posfranquismo fue un testamento sin herencia ni albacea, perdido Carrero en otro asesinato etarra. La condición enteramente militar de nuestro personaje –al que la derecha democrática no debe ignorar, siendo el español más decisivo de su siglo– no alcanzaba al talento político de Mussolini, ni al otro aliado en nuestra Guerra Civil, el vesánico Hitler. Era un imposible histórico que el superviviente afortunado de las derrotas del alemán y del italiano en la Segunda Guerra Mundial pudiera salvar en 1975 otra cosa de su régimen que al ejército, cuya capitanía había traspasado in extremis a don Juan Carlos, quien, por cierto, nos ahorró esos días un nuevo choque bélico en el semillero de espadones que había sido Marruecos, aunque lo fue a costa del Sáhara.
No había, pues, otra salida que poner al país en sintonía con su tiempo y entorno, el de las democracias, si bien con décadas de retraso, un atraso cívico del que posiblemente no estemos recuperados del todo.

