Crítica de 'The Bear': El restaurante de Carmy vuelve a servir platos comestibles
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La tercera temporada fue la peor hasta la fecha y, por suerte, el creador Christopher Storer intenta remediarlo con rapidez con esta cuarta

La pobre Tina tiene poco que hacer esta temporada (aunque Liza Colón-Zayas esté espléndida).

La tercera temporada de The Bear era la nada. Carmen ponía siempre la misma cara, cometía los mismos errores y desde el mismo lugar mientras Sydney no decía absolutamente nada. La dirección, el montaje, los planos de los platos, la música y las discusiones reiterativas a partir de los caracteres volcánicos de personajes como Richie intentaban disimular la falta de evolución, de arco dramático, de ir hacia alguna parte. Quizá se podía argumentar que era coherente en lo conceptual (una temporada encallada para un personaje encallado) pero era un ejercicio fallido como serie de televisión por parte de Christopher Storer.
Al adentrarse otra vez en la cocina del restaurante con la cuarta temporada de The Bear estrenada por Disney+, se percibe de forma automática que Storer es consciente de ello. Carmen y Sydney tienen una conversación sincera en el primer episodio que sirve como promesa de una evolución, de una toma de conciencia de los errores cometidos. Es el punto de inflexión que hubiera necesitado la anterior temporada.

A partir de esta promesa, Storer continúa construyendo su historia de personas trabajadoras, con virtudes y defectos, que encuentran su razón de ser, las ganas de mejorar y la familia entre las paredes del restaurante. Como informa uno de los numerosos cameos de la temporada en la segunda mitad de la temporada, hay personas que funcionan mejor bajo presión, en el reto constante, por agobiante que sea en apariencia el contexto.
Como The Bear como serie también funciona mejor en estas condiciones, Storer no es precisamente sutil. El tío Cicero y Computer entran en la cocina del restaurante y colocan un reloj con una cuenta atrás: marca las horas que faltan para que tengan que cerrar el restaurante. Son dos meses. Si en este breve periodo no son capaces de salir de los números rojos, tocará cerrar el negocio para no arruinarse.

No les ayuda que el Chicago Tribune publicó una crítica diciendo que The Bear tenía un problema de disociación en su cocina. Es como si The Bear (serie) y The Bear (restaurante) luchasen juntos por un mismo objetivo: conquistar otra vez a la crítica. Y, mientras Sydney, Carmen, Sugar y Richie buscan la forma de hacer rentable el restaurante y mejorar su filosofía culinaria, Ebraheim en paralelo piensa cómo crear oportunidades a sus jefes a partir de la ventana de bocadillos.
Como director y como guionista, Storer se vuelve a centrar en los personajes. No toma desvíos innecesarios para marcarse ejercicios de estilo sino que, a partir de su obsesión por los primeros planos de los actores, busca abordar los conflictos: si Sydney quiere continuar en The Bear o no (y por qué), si Carmen puede evolucionar más allá de su depresión y de su incapacidad para comunicarse, qué lugar ocupa Richie en el clan Berzatto o qué significa la familia.
Hay quienes se llevan migajas. La pobre Liza Colón-Zayas, que se llevó el Emmy por la segunda temporada, se conforma con este conflicto: no consigue preparar el plato de pasta en tres minutos, lo que crea desajustes al servirse la comida. Y, después de despertar análisis sobre si The Bear es una oda capitalista en la que el ser humano se debe juzgar por su productividad, se distancia de este discurso para entregarse por completo a la radiografía de la familia disfuncional y el sacrificio y la empatía que requiere esta institución.
Esto no quita que, una vez vistas las costuras, uno ya no puede dejar de verlas. En la búsqueda de la emoción y la conexión con el espectador, The Bear tiene frases que parecen sacadas de libros de autoayuda. Hay conversaciones que directamente son bochornosas. Storer también tiene una peligrosa tendencia a intentar hacer encajar las narrativas en los personajes aunque no siempre sea del todo coherente.

Se permite el capricho de rodar un capítulo de 70 minutos que, al igual que el abominable Fishes, prueba que la serie no debe alejarse demasiado del restaurante. Y, de tanto utilizar los gritos y los insultos, la eficacia de ciertos clímax dramáticos se reduce por repetición. Pero, por lo menos, ahora lo que nos sirve The Bear se puede volver a comer.