Oda al auge y caída de 'El juego del calamar'
Crítica
Este encargo sin inspiración que no debería borrar lo que la serie fue y supuso para la televisión, para Netflix y para la exportación de la cultura coreana.

Lee Jung-jae tiene un material menos interesante que en la primera temporada.

Recuerdo el día que vi El juego del calamar en el calendario de estrenos de Netflix en septiembre de 2021. Pedí a los responsables de la comunicación de la plataforma si me podían mandar screeners para ver unos cuantos capítulos antes del estreno. Me llamaba la atención su premisa de supervivencia al estilo de Battle Royale, Los juegos del hambre y tantas otras películas. Me pasaron episodios de Jaguar de Blanca Suárez, por ejemplo, y de la tercera temporada de Sex Education, pero no de esa serie coreana.
Me lo tomé como que, a pesar de estrenarse en el mercado internacional gracias a la plataforma, en realidad esa producción estaba pensada para el mercado asiático o donde la prolífica industria coreana ya había penetrado. Pero día a día el título empezó a destacar en el catálogo. La gente se la recomendaba en el trabajo. En las escuelas era una serie de culto entre menores que la habían visto a escondidas (o habían oído hablar de ella). Los medios hablábamos de fenómeno. Para Halloween era el disfraz de moda. Y, de repente, esa serie de un tal Hwang Dong-hyuk en la que no contaba nadie pasó a ser la serie más vista de la historia de Netflix (y de largo).
Las razones por las que 'El juego del calamar' tuvo éxito eran cristalinas: el diseño de producción, la supervivencia, una crítica al capitalismo fácil de consumir
Las razones por las que El juego del calamar tuvo éxito eran cristalinas. La trama de supervivencia era un gancho extraordinario sobre todo porque Dong-hyuk mantenía y elevaba la tensión. Cada prueba era sádica psicológicamente de una forma distinta. Había unas gotas de discurso político en un molde narrativo muy comercial: la idea de que el capitalismo, tras endeudar a los ciudadanos, les obligaba de forma inconsciente a dejarse la piel en una competición mortal. La falsa ilusión de libertad en un sistema amañado.
El creador tuvo la habilidad de escribir un protagonista cercano, ese Gi-hun por el que Lee Jung-jae ganó el Emmy, pero también enamoró con una galería de secundarios que tocaba ver morir uno a uno. Solo hay que ver cómo Hoyeon se hizo con el SAG, además de convertirse en it-girl mediática, y Lee Yoo-mi ganó el Emmy a la mejor actriz invitada por un papel tan breve como memorable. El diseño de producción era alucinante, con la creación de una estética propia, desde las escaleras a la muñeca de luz verde, luz roja, o los distintos uniformes de los trabajadores homicidas. El cierre era antológico.

Y, con todo esto a favor, incluso lo que inicialmente era una desventaja se convirtió en virtud: la identidad audiovisual coreana que impregnaba el metraje y que, para el espectador occidental, le daba todavía más personalidad al conjunto con su sentido del humor, la forma de relacionarse de los personajes, cómo se introducían las reflexiones.
Quería recordar este impacto inicial para reivindicar que El juego del calamar fue una obra comercial infalible, meritoria, elaborada con gusto y acierto, astuta al tocar las emociones del espectador hasta romperlo por dentro con unas canicas y los dilemas de Gi-hun. No era un espejismo, no era un título sobrevalorado, no era una locura que Hollywood casi le diera el Emmy a la mejor serie dramática frente a Succession. Pero no podemos decir lo mismo de la segunda y la tercera temporada (que aquí critico sin spoilers) por más que duela reconocerlo.
La primera temporada no fue un espejismo: por esto duele reconocer que la segunda y la tercera no han estado a la altura
Había quienes criticaban que, al regresar con la segunda, tardó en arrancar. Gi-hun estaba planificando cómo volver a competir en el juego para dinamitarlo desde dentro. En ese peaje, el espectador se reencontró con los elementos menos estimulantes de la obra. Lo que no se puede pasar por alto, sin embargo, es que la competición fuera tan floja, tan carente de la tensión intrínseca de la obra.
El diseño y la escala de producción ya los conocíamos. Aquí no podía haber sorpresa. Pero al presentar la nueva galería de secundarios Dong-hyuk no supo manipular al espectador de la misma forma. Presentó dinámicas prometedoras como la de una madre y un hijo compitiendo en el juego mortal (Kang Ae-shim y Yang Dong-geun), la de una mujer trans muy habilidosa (interpretada por el actor Park Sung-hoon) o una mujer embarazada (Jo Yu-ri), pero ninguno de ellos cobró vida más allá de su condición de “personaje que está allí para hacerte sufrir”. Aquí destaca sobre todo esta última, cuyo embarazo era como una bomba esperando a ser detonada, a la espera de tener un bebé en la competición, para acabar de rizar el rizo. Y, repito, los distintos dilemas que representaban palidecían en comparación con la anterior generación de concursantes.

Así las pruebas se fueron celebrando una a una. Desde luz verde, luz roja se podía intuir que ninguna tendría el impacto de las vistas tres años antes y las siguientes lo fueron confirmando. De fondo, había dos elementos que obligaban a no ser pesimistas: la conspiración de Gi-hun y los matices que había adoptado el discurso político. Pero el plan del protagonista falló a causa de la infiltración del Líder (Lee Byung-hun) en la competición y, al empezar la tercera temporada, tenemos a Gi-hun desamparado y exactamente en la situación en la que no quería encontrarse: compitiendo por su vida y sin un as en la manga. Con respecto al discurso político, la idea de que los humanos somos capaces de votar opciones que van en contra de nuestros intereses más elementales, no fue más allá. De hecho, fue a peor.
Las apariciones recurrentes de los ricos, que están allí en una sala viendo cómo los pobres se matan por dinero, rozan el ridículo. Deletrean cualquier elemento temático como si El juego del calamar ya no fuera suficientemente obvia en su discurso (y sin aportar matices o introspección: sólo exposición). Además, la tensión, en vez de ir en aumento, se desactiva por lo previsible de las situaciones y por el hecho de que, en vez de personajes, tenemos peones.

Lo más frustrante de ver la recta final de El juego del calamar es haberle tenido cierto aprecio a la serie, haber entrado de lleno en la propuesta inicial, y sentir que se queda a las puertas de funcionar, como si Dong-hyuk hubiera perdido el olfato para escribir personajes y situaciones (o saber evolucionar desde el anterior ejercicio). No hay esa pincelada en el último momento que te los humaniza. Su dirección, que se llevó el Emmy por la primera temporada, tampoco aprovecha los momentos a priori potentes.
Como si este “quiero y no puedo” no fuera suficiente, obliga al espectador a seguir tramas secundarias que no tienen ningún interés como la investigación de Hwang Jun-ho (Wi Ha-joon) para encontrar a su hermano o los movimientos de Kang No-eul (Park Gyu-young), la desertora norcoreana que trabaja de sicaria en el juego y que tiene motivaciones ocultas. Se entiende su existencia sobre el papel pero en la pantalla... no. Ni añaden ni amplían: solo sirven de relleno.
El espectador se queda con una resolución por entonces ya previsible, una de las frases más ridículas de la televisión reciente (por obvia) y un epílogo que debería borrarse
Y, al llegar al final, el espectador se queda con una resolución por entonces ya previsible, con una de las frases más ridículas de la televisión reciente (por su obviedad) y un epílogo que desnuda estos últimos juegos como lo que son: un encargo sin ninguna inspiración que no debería borrar lo que El juego del calamar fue y supuso para la televisión, para Netflix y para la exportación de la cultura coreana.