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'Nadie quiere esto' de Netflix es el privilegio hecho serie

Crítica

¿Dónde nos tenemos que agarrar como espectadores si los protagonistas viven en una burbuja injustificada?

Adam Brody es Noah.

Adam Brody es Noah.

ERIN SIMKIN/NETFLIX

La comedia romántica, cuando hablamos de televisión, es un género muy traicionero. La tensión romántica suele servir como anzuelo para captar el público y para desarrollar las dinámicas de personajes y, una vez se une a la parejita de turno, la ficción tiene problemas para mantener el mismo nivel de interés y la misma chispa. Ya lo comentamos. Pero, mientras este reto está claramente sobre la mesa en la segunda temporada de Nadie quiere esto, hay otro tema más urgente: el privilegio que impregna todas y cada una de las escenas y del que nunca termina de ser consciente.

“Primero llega el amor; luego la vida”, indicaba la sinopsis de los nuevos episodios, que este jueves han llegado a Netflix. La agnóstica Joanne, presentadora de un ego-podcast junto a su hermana, se enamoró de Noah, un rabino atractivo y moderno. Al final de la primera temporada, ambos eligieron darse una oportunidad a pesar de las adversidades y la incertidumbre de invertir en una relación sin la confianza absoluta de que ella se convertiría al judaísmo por él. Ahora, supuestamente, llegaba la vida. ¿Pero cómo se supone que debe desarrollarse esta vida si Nadie quiere esto vive en una burbuja de inconcreción?

¿Kristen Bell y Adam Brody tienen química? Siempre.
¿Kristen Bell y Adam Brody tienen química? Siempre.ERIN SIMKIN/NETFLIX

La televisión no tiene que obedecer la lógica del mundo real. De hecho, siempre he defendido las fantasías en la pantalla. Recordemos, por ejemplo, cómo Carrie Bradshaw se podía permitir un piso en Manhattan como columnista semanal. Hoy en día también tenemos a Emily Cooper teniendo la vida ideal en París, donde solo se tropieza con hombres atractivos y donde la ropa (que no es precisamente de Inditex) parece multiplicarse por arte de magia dentro del armario.

Pero, incluso viendo esas obras como fantasías, tienen algo más de consistencia. En Sexo en Nueva York se ponía precio a las sandalias de Manolo Blahnik y Miranda tenía que irse a Brooklyn, a pesar de tener un buen sueldo de abogada, por la imposibilidad de alquilar un piso de tres habitaciones en Manhattan. En Emily en París, en cambio, el 80% de los personajes se presentan como ricos y Emily, en contraposición, vive en un piso que es como una caja de zapatos y sin ascensor. En Nadie quiere esto no hay contexto y, en consecuencia, no hay vida.

Incluso en fantasías como 'Sexo en Nueva York' y 'Emily en París' se justifican mejor el contexto socia y las condiciones de las protagonistas

Pongamos por caso Joanne. Ella vive sola de alquiler en lo que parece una casa enorme de un buen barrio de Los Angeles. Por cómo se mueve por la calle, no parece que sea precisamente Alex Cooper, la podcastera más famosa de Estados Unidos. Pero, en un episodio determinado de la nueva temporada, se enfada con su hermana y deciden no grabar el programa. ¿Hay alguna mención a sus finanzas si dejan de trabajar? ¿Alguien se plantea cómo se enfrentarán a las quejas de los suscriptores o patrocinadores? No, por supuesto que no.

Lo mismo sucede con Noah, el rabino hot. En la nueva temporada, tiene que plantearse qué pasará si pierde su trabajo en la sinagoga en la que se ha formado. Él también vive solo, en una casa de diseño, pero tampoco hay explicaciones sobre cómo se puede permitir este nivel de vida o qué sucedería si perdiera su salario. ¿Se debe a la posición de sus padres? ¿Puede ser que viva subsidiado por la familia al igual que Joanne? Incluso en Friends, que era una sitcom aspiracional y escapista con pisos enormes por tratarse de Manhattan, se explicaba un mínimo el sitio que ocupaba cada personaje y cómo se suponía que subsistían económicamente o llenaban su tiempo.

Justine Lupe y Jackie Tohn, claras robaescenas, tampoco pueden obrar milagros.
Justine Lupe y Jackie Tohn, claras robaescenas, tampoco pueden obrar milagros.ERIN SIMKIN/NETFLIX

Esta burbuja de ficción distrae sobre todo porque elimina cualquier posibilidad de matiz. Elimina incluso tramas potenciales: teniendo en cuenta que la madre de Noah quiere controlar su vida, tendría gracia que pudiera chantajearle para continuar manteniéndolo. Pero no, simplemente Noah es rico sin justificación. Ni está preocupado por el antisemitismo con la ocupación Israel de Gaza (porque allí todo es fantástico, no hay genocidios). Y que nadie se confunda: no le pido a Nadie quiere esto que sea un drama social, que hable de la crisis de la vivienda o de la epidemia del fentanilo en Estados Unidos. Simplemente me gustaría poder entender la realidad de los personajes.

Noah y Joanne son dos personas que viven inexplicablemente bien, que viven una especie de vacío en el espacio-tiempo y que, para colmo, parecen tener siempre el día libre. Solo les falta que, cual condesa viuda de Downton Abbey, alguno de ellos suelte un “What is a weekend?” al no poder diferenciar los días de la semana salvo el sabbat. Y, con este contexto tan privilegiado como injustificado, son como personajes solubles y descafeinados, increíbles, en una temporada que adolece de repetir conflictos en este vacío. Justine Lupe y Jackie Tohn, como la hermana y la cuñada, pueden robar escenas con su extraordinaria vis cómica y carácter, pero tampoco pueden obrar milagros.

Quizá tiene sentido que Nadie quiere esto sea así. Muestra la realidad de su creadora, Erin Foster, hija del músico David Foster, el ganador de 16 Grammys, productor del I will always love you de Whitney Houston y hermanastra durante años de Gigi y Bella Hadid. Pero, de la misma forma que podemos saber quién es Erin Foster y por qué es cómo es, no podemos decir lo mismo de sus personajes. Qué ironía.