La guerra perdida contra la desinformación y los bulos a gogó

Baúl de bulos

Los chistes han ido cediendo el paso a un viejo amigo de parranda, es decir, a los bulos. Y es una pena

Baúl de bulos

Baúl de bulos

Martín Tognola

En tiempos no tan remotos, o sea, antes de ayer, circulaban chistes a la velocidad de la luz. Algunos, además de divertidos o incluso tronchantes, eran la mar de ingeniosos, pero solían venir sin firma, como si surgieran espontáneamente del imaginario colectivo. Y los había para todos los gustos, a menudo con un alto grado de malicia no necesariamente inofensiva.

Luego vino a embriagarnos un novedoso coctel preparado a base de una jícara de internet agitada —o removida— en la coctelera con otra de corrección política y no pocas agrias gotas de odio, que ha resultado fatal para la propagación popular de chistes. De hecho, en muchos círculos sociales se considera de mal gusto contar un chiste en una cena, por muy bueno o inocente que sea.

De modo que los chistes han ido cediendo el paso a un viejo amigo de parranda, es decir, a los bulos. Y es una pena. Porque los bulos rebosan tanta maldad como carecen del más mínimo sentido del humor e ironía de los chistes, incluyendo los malos, que a veces eran- son- los más buenos. Bien lo sabía Eugenio.

El hombre más poderoso de nuestro planeta, Donald Trump, es, al mismo tiempo, el Rey de los Bulos. Incluso podría decirse que su exitosa carrera política— ¡nada menos que dos veces elegido presidente de los Estados Unidos!— se sustenta en la difusión a discreción de bulos, noticias falsas y campañas de desinformación. De suerte que la política ha devenido en la era Trump en algo parecido al boxeo antes de las reglas del marqués de Queensberry. O como todos hemos visto en su reciente viaje por Oriente Medio, un mercado persa solo para ricachones, al que ha acudido acompañado por algunos de los Silicon Valley Boys, que, muy interesadamente, son quienes más y mejor divulgan sus bulos, amén de los suyos propios, que suelen ser torpes.

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Para que pudiera apuntarse en serio el magnate Trump a la carrera política, era menester que hiciera primero sus pinitos en la telebasura, cosa que hizo con un sobresaliente. El paso siguiente consistía en minar por todos los medios la autoridad de la prensa seria, la de referencia, la más cara, que a la legua le veía el plumero.

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Pasmoso resulta presenciar ahora con qué facilidad se han ido convirtiendo los parlamentos democráticos de medio mundo en el plató de un programa de indigna y vomitiva telebasura, en el que impera el grito y el insulto sobre cualquier intento de alcanzar un mínimo de concordia o consenso. Quien es aclamado por el público en el circo político es el vendedor sin escrúpulos de humo, crecepelos y odio.

Y resulta desesperante constatar a diario cómo las medidas tomadas hace ya un lustro contra esta tendencia tanto desde Bruselas como por parte de cada Estado de la Unión Europea, pues que poco o nada han hecho para frenar el tsunami de desinformación al que estamos expuestos.

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Está en juego la libertad de expresión como asimismo la libertad de prensa. El Brexit, esa locura basada en una campaña de desinformación y bulos por un tubo, junto con la mendacidad institucional de la administración Trump, han inspirado a no pocos gobernantes, sean de izquierdas o de derechas, a sentarse a la mesa de este lucrativo juego diabólico.

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Ya no podemos fiarnos de los procesos electorales democráticos. Y no sólo por manipulaciones externas procedentes de Pekín o Moscú, sino porque los productos de proximidad ya empiezan a hacerles sombra a estos.

Ante semejante bombardeo indiscriminado de telebasura y desinformación, la democracia se halla en horas bajas, muy bajas. Tal vez porque está a punto de ser reemplazada por la IA que tanto desprecia las urnas como nuestros derechos y libertades, por no hablar del sentido del humor y la ironía. ¿Lo peor? Que se lo hemos puesto en bandeja.

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