A Ana Sánchez le disgustó hace mucho tiempo que su padre vendiese un pequeño bosque de castaños, unas decenas de metros más arriba de su hogar, para que un vecino emigrado en Suiza se construyese una casa. Ese inmueble es precisamente desde el pasado martes el nuevo domicilio de ella y su marido, Leopoldo Nogueira. “Está apalabrado. Aún no hemos pagado la compra”, explicaba ayer esta pareja de jubilados en la cocina de su vivienda actual, una semana después de que las llamas destruyesen la suya, en el terrible sábado negro que vivió San Vicente de Leira, en el municipio orensano de Vilamartín de Valdeorras.
Dos núcleos, Chelas y Aldea, conforman el pueblo de San Vicente de Leira, una parroquia rural de acuerdo con la tradicional distribución de la población en Galicia y Portugal. Había 150 casas, de las que ardieron 120, según indica Enrique Álvarez, alcalde de Vilamartín, del PSdeG, a partir del informe preliminar de la técnica municipal. Apunta que sobre un 60% de los inmuebles se utilizaba, por lo general como segunda residencia, pues sólo hay dos docenas de personas empadronadas. Fuentes de la Xunta consideran en principio desmesurada la cifra de edificios destruidos que facilita el ayuntamiento, debido a la situación ruinosa de buena parte de los inmuebles rurales.
Bajo un intenso olor a quemado, como si hubiese un escape de gas perpetuo, en San Vicente de Leira es imposible hacer a primera vista un recuento de la devastación. En Chelas, el núcleo más grande, se acumulan las ruinas de varias decenas de casas pegadas. “Es como si nos hubiera atacado Israel”, dice Toño, uno de los vecinos que salvó su vivienda Lo atribuye al castaño que tiene delante y al primoroso estado del jardín.
Mientras muestra a distancia los restos de su hogar perdido, porque los cascotes en el suelo y el riesgo de desprendimientos impiden el paso, Leopoldo relaciona la desolación que ve con la de las zonas de Ucrania bombardeadas con misiles, en un paralelismo que parece más procedente que el que se hace con el genocidio que sufre Gaza. Pero el paisaje, en cualquier caso, es de guerra, con la gran suerte de que no hubiese víctimas.
Tras la batalla, en este caso contra el fuego, las pérdidas sufridas van mucho más allá de lo material. Ana lamenta haberse quedado sin el cuadro de su madre guiando su rebaño de cabras, que pintó un cuñado suyo. Leopoldo se queja de no haber podido salvar el machete que un antepasado se trajo de Buenos Aires, ni sus cerca de dos centenares de libros y otra documentación. Y ambos insisten en el cariño con el que su hija guardaba la ropa de la niñez. “Salimos con lo puesto, no había tiempo para llevarnos nada”, explican. Se fueron en su coche, a O Barco, a casa de un hermano de Leopoldo, sin que nadie los evacuase, recalcan.
La destrucción de los objetos familiares de varias generaciones incrementan el sentimiento de pérdida
El domingo de la semana pasada, al día siguiente del siniestro, volvieron a la aldea para evaluar los daños. Vieron que las llamas del peor incendio del que hay registro estadístico en Galicia, el iniciado el día 14 en Larouco y que hasta ayer no fue estabilizado, se habían llevado por delante su casa. “La compró mi padre con el dinero que ganó en la década de 1960 en Suiza, trabajando en la construcción”, explica Ana.
“Nosotros nunca nos marchamos, siempre vivimos en San Vicente”, añade. No les seducía la idea de, por ejemplo, comprar un piso en O Barco, la cabecera de la comarca de Valdeorras. Recordaron que en la casa que ocupaba aquel castañal que vendió el padre de Ana lucía un cartel de “se vende”, por lo que, relatan, concertaron la compra y el martes ya se instalaron.
Quizá haya contribuido que su hija, psicóloga de un hospital de Madrid, estaba con ellos en el momento de la catástrofe, pues nada indica que el incendio les haya devastado el ánimo.
En cambio a Paco se le veía mucho más apesadumbrado contemplando lo que quedaba de la casa de su suegra, construida con el dinero ganado en Alemania, junto a Suiza el principal destino migratorio en esta parroquia en la segunda mitad del siglo XX. También hubo los que marcharon a Barcelona, como una familia que estaba de vacaciones en el pueblo cuando le ardió la casa, según cuentan sus convecinos.
“El alcalde, la Xunta y el Gobierno, todos son los culpables”, dice Ana, sin perder los estribos. Ella y su marido aseguran que el día del incendio su hija llamó varias veces al servicio autonómico de emergencias, sin que le hiciesen caso. Leopoldo llevaba vigilando el fuego desde la víspera. A las 4 de la mañana le dio la impresión de que se apagaba. Al mediodía las llamas habían ascendido hasta la colina de enfrente. Por la tarde, bajaron y escalaron a toda velocidad el monte donde viven ellos. Este relato resulta muy similar al que hacen los afectados por otro fuego de más de 30.000 hectáreas, el de Molezuelas, de Zamora y León.
Tras arder su vivienda, Leopoldo y Ana viven en otra de la aldea cuya compra ya concertaron
En la carretera de San Vicente de Leira, desde su tractor, Ángel, un ganadero, ya echaba cuentas de cuándo toca el próximo incendio, con el miedo metido en el cuerpo porque este último, enfatiza, no fue como los de antes.