Por qué el autismo no debería tratarse como una única condición

Salud

Conseguir mejores tratamientos exige una comprensión más sofisticada de la biología del autismo,  que tiene expresiones distintas

Imagen de recurso autismo.

La condición autista afecta actualmente a 32 de cada 1.000 niños estadounidenses de ocho años 

UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID / Europa Press

Desde fuera, el autismo puede resultar difícil de comprender. El mundo sensorial único de una persona autista puede hacer que un acontecimiento alegre—como una fiesta de Navidad—se convierta en una pesadilla de ruidos, luces, empujones y reglas sociales invisibles. Sin embargo, a veces el autismo ofrece grandes ventajas, como un talento especial para la música, las matemáticas o el arte.

Estas dificultades hacen que las personas autistas a menudo perciban el mundo como un lugar estresante y desafiante. Ocultar sus diferencias, algo conocido como enmascaramiento, requiere un enorme esfuerzo. Los niños sobrepasados pueden gestionar su malestar mediante conductas que resultan desconcertantes, como crisis emocionales, o movimientos repetitivos como balancearse o agitar las manos. También puede provocar lo que se conoce como “agotamiento”, una situación en la que el desajuste entre las capacidades y las exigencias del entorno genera una intensa fatiga física y mental.

Robert F. Kennedy junior, secretario de Salud de Estados Unidos, considera que el autismo se ha convertido en una “epidemia” en su país. Su preocupación surge a partir de cifras de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, que muestran que esta condición afecta actualmente a 32 de cada 1.000 niños estadounidenses de ocho años. Eso contrasta, según afirma, con la práctica ausencia de la enfermedad en su infancia. Kennedy nació en la década de 1950, y los estudios estiman una prevalencia de autismo de entre dos y cuatro casos por cada 10.000 en los años sesenta.

El aumento parece llamativo. Pero gran parte se debe al ensanchamiento de la definición de autismo en las últimas décadas, a una mayor concienciación sobre el trastorno y a una detección mejorada y más temprana. Gran parte, aunque no necesariamente todo. Mientras Kennedy y algunos otros políticos exageran los riesgos de los analgésicos durante el embarazo, o difunden el mito de que las vacunas provocan autismo, los científicos investigan las causas genéticas y ambientales que hay detrás del trastorno para averiguar si existen factores aún desconocidos que estén contribuyendo al aumento en los diagnósticos.

La definición clínica del trastorno del espectro autista (TEA) abarca a una gran variedad de personas, con síntomas muy diferentes

Una mejor comprensión biológica del autismo también podría ayudar a clarificar si se están agrupando de forma poco útil condiciones distintas bajo una etiqueta demasiado amplia. La definición clínica del trastorno del espectro autista (TEA) abarca a una gran variedad de personas, con síntomas muy diferentes entre sí. Personas que presentan limitaciones sociales relativamente leves, pero que, por lo demás, pueden llevar una vida independiente y normal, pueden ser diagnosticadas con TEA junto a otras que padecen discapacidades intelectuales profundas y que necesitan apoyo y cuidados a tiempo completo. Una forma de que las personas autistas reciban un apoyo más adecuado o, en algunos casos, tratamiento, es encontrar maneras más precisas de distinguir entre las distintas formas de la condición. Estudios recientes sobre la genética de las personas autistas apuntan hacia una posible solución: dejar de considerar el TEA como una única condición.

El autismo tiene su origen en un desarrollo atípico del cerebro que comienza muy temprano en la vida, incluso en el útero. Afecta tanto a la estructura y el tamaño de algunas regiones cerebrales como a la forma en que las células nerviosas se forman, se organizan y se comunican entre sí. Esto provoca una comunicación excesiva o insuficiente entre dichas células.

La condición tiene un fuerte componente genético. Se estima que la heredabilidad supera el 80%, lo que significa que estas diferencias son la principal razón por la que algunas personas tienen un riesgo mayor de autismo que otras. En un pequeño número de casos, esto puede facilitar la identificación de la causa de la condición en una persona. Una sola variante de un gen —por ejemplo, una duplicación de un fragmento de ADN o una mutación que hace que el gen deje de funcionar— puede ser suficiente “para que las personas no hablen y tengan dificultades en la interacción social”, señala Thomas Bourgeron, genetista del Instituto Pasteur de París. Los niños con mutaciones en estos genes de “alto impacto” a menudo presentan además multitud de otros diagnósticos, desde epilepsia hasta discapacidad intelectual.

Pero estas variantes, que pueden heredarse o surgir de forma espontánea en el esperma o el óvulo antes de la concepción, son poco frecuentes. En el mejor de los casos, representan una quinta parte de todos los diagnósticos de autismo. Se piensa que la mayoría de los casos de autismo se deben a variantes genéticas mucho más comunes, presentes ampliamente en la población general. Cada variante puede aumentar solo ligeramente el riesgo de autismo en una persona, pero cuando un niño hereda muchas de ambas familias, puede superar el umbral para un diagnóstico de autismo, según Bourgeron. En otras palabras, dos personas, cada una con algunas variantes relacionadas con el autismo y quizá ciertos rasgos similares, pueden acabar “combinando” esas variantes en sus hijos.

Oleada en ascenso

Estados Unidos: diagnósticos de autismo por cada 1.000 niños de ocho años

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Fuente: Centros para el Control y la Prevención

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Fuente: Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades

Además de ayudar a identificar a las personas con la condición, la genética ofrece pistas sugestivas sobre cómo se manifiesta el autismo a nivel biológico. Las variantes de alto impacto, como SHANK3 y NLGN3, suelen encontrarse en genes relacionados con la forma en que las neuronas se comunican entre sí. Algunas de ellas codifican directamente proteínas que operan en las uniones que conectan las neuronas, mientras que otros genes regulan cómo y cuándo se producen esas proteínas. Por eso, los científicos creen que las conexiones dentro del cerebro deben desempeñar un papel en la aparición de los rasgos autistas.

Variantes más comunes, aunque menos dramáticas, también ofrecen pistas. En un estudio realizado con más de 46.000 daneses, aproximadamente el 40% de los cuales eran autistas, Jakob Grove, matemático especializado en bioinformática en la Universidad de Aarhus, identificó varios genes, como KCNN2 y FEZF2, que están activos principalmente en la amígdala, una región del cerebro responsable del miedo, la ansiedad y la comunicación social; el hipocampo, que es fundamental para la memoria; y el neocórtex, que interviene en la percepción sensorial. Todos estos pueden verse afectados en personas autistas, aunque Grove se muestra reacio a atribuir un peso excesivo a genes que solo aumentan el riesgo de forma discreta.

Con cientos de genes y miles de variantes implicados, se considera que el autismo probablemente conlleva múltiples alteraciones neurobiológicas en el cerebro. Algunas investigaciones señalan una disfunción en la producción de dopamina en el cerebro de algunas personas autistas. Otra hipótesis es que los problemas en el sistema de recompensa social podrían estar detrás de otras manifestaciones de la condición. Esta enorme variabilidad genética y sintomática plantea una pregunta: ¿y si el autismo no es una sola condición, sino varias?

El autismo ya se ha subdividido antes. Cuando la condición fue reconocida oficialmente en 1980 e incluida en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), a veces llamado la “Biblia de la psicología”, el diagnóstico era muy limitado y se centraba en niños pequeños que parecían no responder a la interacción social.

Pero los especialistas consideraron que eso era demasiado restrictivo. Para abarcar a un grupo más amplio y heterogéneo que presentaba rasgos autistas, una actualización del DSM en 1994 creó cinco categorías: autismo clásico, síndrome de Asperger (definido por una mala comunicación social pero sin retraso en el desarrollo del lenguaje), trastorno desintegrativo infantil (en el que los niños pequeños experimentan una regresión del desarrollo y pierden habilidades previamente adquiridas), trastorno generalizado del desarrollo no especificado (para las personas que cumplían algunos, pero no todos los criterios diagnósticos del autismo), y síndrome de Rett (una condición causada por una variante genética única que afecta principalmente a las niñas).

Reciente investigaciones han demostrado  que es posible dividir el TEA en cuatro subcategorías

Sin embargo, estas categorías acabaron descartándose. No solo el número y la gravedad de los síntomas autistas de una persona se solapaban entre los distintos grupos, sino que estos tampoco resultaban útiles para predecir cómo evolucionaría el trastorno de cada individuo. En 2013, el trastorno volvió a redefinirse, dando lugar al actual TEA.

Eso no ha impedido que los biólogos sigan buscando patrones entre las personas con TEA. Investigadores de la Universidad de Princeton y el Instituto Flatiron en Nueva York, que analizaron datos genéticos y conductuales de más de 5.000 estadounidenses con autismo, han demostrado recientemente que es posible dividir el TEA en cuatro subcategorías, cada una con su propio perfil genético que afecta al desarrollo. El equipo analizó primero los síntomas conductuales y el desarrollo de las personas en la cohorte. Surgieron cuatro grupos diferenciados cuyas características tendían a agruparse. Después comprobaron que estos grupos también presentaban diferencias genéticas, no solo en las variantes genéticas que portaban, sino también en cuándo estaban activos esos genes a lo largo del desarrollo prenatal y en la infancia. Publicaron sus hallazgos en Nature Genetics en julio.

Una categoría, que denominaron “afectación generalizada”, incluía a personas con dificultades profundas en todos los rasgos asociados al autismo: presentaban retrasos en el desarrollo, mostraban comportamientos limitados y repetitivos, eran ansiosos y tenían grandes dificultades en la comunicación social. También era más probable que presentaran mutaciones genéticas poco frecuentes. Un grupo de “dificultades moderadas” incluía a personas que parecían tener menos problemas, y un perfil “mixto” englobaba a quienes presentaban retrasos en el desarrollo y dificultades en la comunicación social, pero mostraban poca ansiedad y comportamientos disruptivos.

Por último, estaba la categoría “social/conductual”. Aunque muchos de los genes relacionados con el autismo se activan durante etapas del desarrollo en el útero, los genes implicados en la categoría “social/conductual” a menudo no se activan hasta después del nacimiento y algunos continúan aumentando su actividad hasta la adolescencia.

Estos niños suelen alcanzar los hitos del desarrollo al mismo tiempo que sus compañeros neurotípicos y también reciben el diagnóstico más tarde, explica Natalie Sauerwald, bióloga computacional en el Flatiron Institute y codirectora del estudio. Además, tienden a cumplir los criterios diagnósticos de trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y depresión grave. Este grupo “social/conductual” también parece encajar con un perfil de desarrollo y genético observado en un estudio independiente publicado en Nature en octubre.

El autismo se caracteriza por dificultades de relación solcial

El autismo se caracteriza por dificultades de relación social 

LV

Este tipo de investigaciones, centradas en posibles subtipos del TEA, ayudarán a identificar formas coherentes, fundamentadas biológicamente, de entender la enorme diversidad del espectro. Saber que algunas personas autistas tienen riesgo de padecer TDAH o problemas de salud mental, por ejemplo, puede orientar decisiones relacionadas con la escolarización y permitir ofrecer un mejor apoyo desde una etapa más temprana.

Pero la genética nunca será suficiente para explicar por qué el autismo se desarrolla como lo hace. El entorno de una persona también influye. La idea de los factores ambientales en el autismo quedó marcada después de que Wakefield, un médico británico, asegurara (erróneamente) en 1998 que la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubéola) era una causa del autismo. Esto dio lugar a años de investigaciones infructuosas intentando encontrar una relación que no existía. Por eso, cuando Kennedy, conocido por su activismo contra las vacunas, anunció que los Institutos Nacionales de Salud pondrían en marcha un programa de 50 millones de dólares llamado Iniciativa de Ciencia de Datos sobre el Autismo (ADSI, por sus siglas en inglés) para averiguar cuáles son las causas ambientales del autismo, muchos investigadores se mostraron preocupados.

“Todos los investigadores sobre autismo que participaron estaban nerviosos”, cuenta Judith Miller, psicóloga del Hospital Infantil de Filadelfia que lidera uno de los proyectos de la ADSI. Sin embargo, hasta ahora, la investigación avanza sin problemas. Su proyecto hace un seguimiento a niños nacidos desde 2008 que han pasado por el hospital y han sido evaluados para detectar autismo —unos 104.000 en total, de los cuales 4.000 son autistas—, e incluye algunos datos sobre genética y salud materna durante el embarazo, además de información sobre la calidad del aire, el agua y las zonas verdes en los entornos donde viven los niños.

Miller espera que su nuevo proyecto sea capaz de encontrar correlaciones entre la exposición a factores ambientales y el autismo, que posteriormente puedan someterse a pruebas más rigurosas. Aunque algunos factores —como la salud materna, la contaminación atmosférica y los productos químicos que alteran el sistema hormonal— ya cuentan con evidencia observacional, recopilar datos que tengan en cuenta muchos de estos factores de riesgo al mismo tiempo, junto con la genética, podría revelar nuevas relaciones y explicar por qué algunas personas pueden verse más afectadas que otras. “Lo que intentamos es averiguar si podemos identificar qué podría ser hereditario y, a partir de ahí, mejorar esa predicción incluyendo algunos de estos otros factores”, señala.

Es fácil imaginar cómo los factores ambientales pueden encajar con la contribución genética, afirma Zeyan Liew, epidemiólogo de la Universidad de Yale. Por ejemplo, una mayor edad de los progenitores—considerada un factor ambiental—se ha relacionado con la probabilidad de que un niño sea autista, aunque se piensa que el mecanismo es genético. A medida que las personas envejecen, sus células reproductoras acumulan nuevas mutaciones. Estas mutaciones podrían provocar autismo en cualquier hijo que tengan. Según una revisión publicada en Molecular Psychiatry en 2022, las partículas presentes en la contaminación atmosférica o ciertos metales pesados podrían inducir mutaciones de forma similar, tanto en las células reproductoras como en el embrión en sus primeras fases, al dañar el ADN o interferir en sus procesos naturales de reparación.

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Otra posibilidad es que un desencadenante ambiental aumente o disminuya la actividad de un gen relacionado con el autismo, lo que se conoce como un efecto epigenético. Una de las causas ambientales del autismo con más respaldo científico es la exposición al valproato, un medicamento para la epilepsia, durante el embarazo; el valproato es un conocido desencadenante de cambios epigenéticos. El valproato provocó un escándalo a nivel mundial porque no se advirtió a las mujeres embarazadas que sus fetos podían verse afectados.

También podría deberse simplemente a una exposición ambiental directa. Por ejemplo, aunque no se ha establecido una relación causal, un metaanálisis de 36 estudios realizado en 2021 concluyó que las madres que sufren fiebre grave durante el embarazo tienen con más frecuencia hijos autistas. Se conocen muchas posibilidades como estas a partir de datos de observación, estudios en animales y conocimientos sobre mecanismos del desarrollo. Sin embargo, no existen pruebas concluyentes de que alguno de estos factores sea realmente causante en humanos.

Tratar el autismo como una sola condición podría explicar por qué a los investigadores les está costando tanto sacar conclusiones firmes; si en realidad el autismo se divide en distintas categorías y un factor determinado solo afecta a una de ellas, un estudio que agrupe a todas las personas autistas podría no detectar nunca ese indicio, señala Liew. “Si logras afinar el fenotipo, tienes más posibilidades de encontrar la causa.”

Sin embargo, dividir el espectro no cuenta con el apoyo unánime. Algunos temen que esto aumente el estigma y la exclusión de quienes presentan las discapacidades más graves; otros se preocupan por el problema contrario, que quienes tienen menos dificultades visibles queden marginados y no puedan acceder al apoyo.

Mientras tanto, algunos padres sostienen que las categorías pueden ser útiles debido a los distintos retos que implica la situación. Escher, madre de dos hijos adultos con graves afectaciones y cofundadora del Consejo Nacional para el Autismo Grave, una asociación en Estados Unidos, afirma que muchas personas de su entorno cuidan de familiares que necesitarán atención las veinticuatro horas durante el resto de su vida. A menudo también presentan conductas complejas, como autolesiones, agresividad y destrucción de objetos.

Más allá del apoyo conductual y educativo para los niños autistas, que les ayuda a superar dificultades específicas como el habla, el movimiento y la regulación emocional, los investigadores también buscan enfoques farmacológicos para modificar algunos de los síntomas principales, como las dificultades en la comunicación social y los pensamientos o hábitos repetitivos. Hasta ahora, no existe ningún medicamento autorizado que logre esto. Algunos tratamientos, como la risperidona, un antipsicótico, pueden ayudar con los síntomas conductuales, como la irritabilidad, la agresividad y las autolesiones. Conseguir mejores tratamientos exige una comprensión más sofisticada de la biología del autismo. Eso, a su vez, implica entender mejor tanto las causas genéticas como las ambientales.

Los defensores del autismo llevan mucho tiempo afirmando—y con razón—que la sociedad debe hacer más para adaptar las escuelas, los lugares de trabajo y los espacios públicos para que las personas autistas puedan desenvolverse en ellos. Del mismo modo, mejores intervenciones ofrecerán a algunas personas una mayor autonomía, capacidad de decisión y bienestar en un mundo exigente.

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