Una de las preguntas más antiguas y existenciales que los seres humanos nos hemos planteado a lo largo de la historia es: “¿Quién soy? Desde la filosofía hasta la psicología, pasando por la espiritualidad y el arte, esta cuestión nos invita a reflexionar acerca de nuestra identidad más profunda. No se trata únicamente de nuestro nombre, ocupación o roles que desempeñamos, sino de plantearnos qué es lo que nos define más allá de las etiquetas externas.
Las etiquetas forman parte de nuestra identidad, reflejan nuestra biografía y nos permiten definirnos: soy tímida, catalana, deportista, psicóloga, periodista, católica, atea, madre o hija de... Cada etiqueta está cargada de información que ayuda a entender maneras de ser, habilidades, valores, ideas y creencias. Facilitan la conexión con personas que comparten intereses similares, generando puntos de encuentro que favorecen el sentido de pertenencia en diversos entornos sociales. Sin embargo, pueden ser muy limitantes, ya que a menudo no nos permiten ver más allá de ellas ni capturan la profundidad de lo que somos cuando nos identificamos por completo con ellas.
Nuestra esencia no radica en las etiquetas que nos definen
Una pareja se ejercita en un gimnasio
Un cuento muy conocido que aborda este tema es ¿Quién eres? Incluido en el libro La oración de la rana (Editorial Sal Terrae, 1988) del sacerdote y psicoterapeuta Anthony de Mello. Es una reflexión profunda sobre la identidad y la manera en que nos definimos a nosotros mismos. La esencia del cuento radica en la idea de que, a veces, nos aferramos a roles, títulos o etiquetas sociales como si fueran nuestra única identidad y lo que realmente somos. Sin embargo, el mensaje de Mello es que nuestra esencia trasciende todo eso.
Hay personas que basan gran parte de su identidad en el rol laboral que ejercen. Cuando se presentan o alguien las presenta en un entorno social, con frecuencia lo hacen a través de su profesión, utilizando esta etiqueta como la principal forma de identificación. “Ella es Marta, ingeniera en una multinacional” o ”Soy Pedro, catedrático en la universidad”. Esta tendencia refleja una relación estrecha, y a menudo casi fusionada, entre la profesión y la identidad, posiblemente alimentada por la importancia que nuestra sociedad atribuye al éxito y al estatus.
Para muchos, la jubilación es una oportunidad para disfrutar de intereses personales, dedicar más tiempo a la familia, viajar o descubrir nuevas pasiones, lo que suele generar una sensación de libertad y bienestar. Como su nombre lo sugiere, se vive con júbilo. Sin embargo, cuando la profesión se convierte en la principal fuente de identidad, la jubilación no solo significa dejar un trabajo, sino también dejar atrás una parte fundamental de su estatus social, su sentido de pertenencia y una parte importante de quién es uno; especialmente en profesiones que otorgan estatus y que son fuente de reconocimiento externo. Por esta razón, es común ver a personas que se aferran a esa identidad profesional, considerándose, por ejemplo, catedráticos o doctores, hasta el final de sus días.
No solo en la jubilación, sino también en otras ocasiones, la vida nos pone en situaciones que nos obligan a despojarnos del rol laboral, ya sea por un cambio radical de trabajo, un descenso inesperado en nuestra carrera o debido a un accidente o enfermedad que nos impide seguir desempeñándolo. En esos momentos de pérdida y transición, puede surgir la reflexión y la pregunta: “Si ya no soy, por ejemplo, el tenista o la ejecutiva que era, ¿quién soy?” Entonces, nos damos cuenta del peso que el trabajo tiene en nuestra identidad y en la imagen que tenemos de nosotros mismos.
Muchas personas se alteran ante las amenazas a su carrera o a cualquiera de sus atributos externos. Creen ciertamente que “yo soy mi carrera”
Un grupo de hombres jugando al dominó en el barrio de la Barceloneta
Irvin Yalom, psiquiatra y padre de la psicoterapia existencial, refiere en su libro Psicoterapia existencial (Herder, 2011) “que muchas personas se alteran ante las amenazas a su carrera o a cualquiera de sus atributos externos. Creen ciertamente que “yo soy mi carrera”. En esta situación, el terapeuta procura decirles: no, usted no es su carrera, no es su cuerpo espléndido, no es su madre o padre o la eterna enfermera […] Trace una línea alrededor de su esencia. Todo lo demás, todo lo que queda fuera de esa línea no es usted. Aunque todo eso se desvaneciera usted seguiría existiendo”. Esta reflexión sugiere que uno es no es lo que hace ni los roles que desempeña en la vida. Es una invitación a conectar con lo más profundo y genuino de uno mismo.
Con este propósito, Yalom describe la técnica de la desidentificación, cuyo objetivo es ayudar a la persona a que llegue hasta el “centro de la conciencia de sí mismo”, es decir, a su esencia. Esta técnica consiste en un procedimiento, en el que, en ocho tarjetas separadas, se responde a la pregunta: “¿Quién soy yo?” Y se clasifican según la importancia que tienen para uno mismo. Posteriormente, propone meditar sobre la posibilidad de renunciar a la tarjeta situada en último lugar y, luego, repetir el proceso con las demás tarjetas, de manera sucesiva. Una vez finalizado, es crucial hacer el proceso en sentido inverso, recuperando la sensación de volver a ser todas esas etiquetas, pero habiendo saboreado la posibilidad de seguir siendo sin ellas.
Cuando abordo este tema en las clases de posgrado, suelo utilizar la imagen de una flor con pétalos. Cada pétalo simboliza una etiqueta que nos define, pero si, debido a determinadas circunstancias perdiéramos alguno o incluso todos, como lo experimentan algunas personas que transitan la última etapa de su vida, continuaríamos siendo flor. En su esencia, una flor sigue siendo flor, más allá de sus pétalos.


