“ChatGPT me ha aprobado el Bachillerato”, confiesa Adam —nombre ficticio—, de 18 años, justo después de recibir las notas de la evaluación extraordinaria. “He copiado en casi todas las materias”, admite, algo cabizbajo, tras suspender un par de asignaturas en la convocatoria ordinaria que ha tenido que recuperar. “No me he podido presentar a la Selectividad, pero si hubiera podido, también hubiera intentado copiar”, reconoce con una sonrisa pícara.
El suyo no es un caso aislado. Los estudiantes copian. Siempre lo han hecho. Pero lo que antaño era casi un arte, basado en el ingenio, la pericia y los nervios de acero, hoy se resuelve con otro tipo de inteligencia: la artificial. No es extraño encontrarse con tareas impecables redactadas en cuestión de segundos, respuestas a exámenes que se obtienen en tiempo real y estudiantes de todos los niveles que, sin haber abierto un libro, entregan trabajos y redacciones que rozan la perfección. La IA no sólo ha transformado la forma de aprender, sino que también está poniendo en jaque el modelo tradicional de evaluación, poniéndoselo más fácil a unos -los alumnos- y complicándoselo a otros -los profesores-.
En la universidad hay una una fe ciega en la IA y una dependencia casi total de ChatGPT: copian, pegan y entregan sin pararse a verificar nada de lo generado

La inteligencia artificial se ha convertido en una herramienta de uso común en los trabajos universitarios
Mientras que estos últimos tratan de adaptarse a contrarreloj a los nuevos tiempos, los estudiantes se encuentran, a menudo sin buscarlo, con soluciones tan ingeniosas que parecen dignas de una película de espías: en redes sociales se anuncian kits para copiar que incluyen desde pinganillos hasta camisetas con cámara, conexión USB y micrófonos ocultos. Aunque, en la mayoría de los casos, acostumbra a bastar con un teléfono móvil y un poco de disimulo, lo cierto es que la tecnología del engaño se ha vuelto tan sofisticada como accesible. Y, tal vez, lo más preocupante no sea la frecuencia con que se copia, sino la naturalidad con la que se ha normalizado entre los estudiantes.
“La mayoría de mis compañeros hace los trabajos con IA”, afirma Alba –prefiere ocultar su nombre–, de 17 años, que también acaba de terminar segundo de Bachillerato. “En los exámenes, en cambio, depende un poco de la valentía y la desesperación de cada uno, y de la permisividad del profesor”, añade, “pero es verdad que la IA ahora lo pone todo muy fácil”. “Al que se mira raro es al que no copia”, coincide Adam. “Incluso los buenos estudiantes lo hacen”, asegura. “En Bachillerato todos vamos a por nota, y no te vas a conformar con un siete si puedes sacar un nueve”, admite el joven.
Algo que, sorprendentemente, ocurre también a nivel universitario, donde el uso de la IA para hacer trampas en trabajos y exámenes se ha convertido, asimismo, en una práctica habitual.
“En la universidad hay una dependencia casi total de ChatGPT”, asegura Mireia —tampoco es su nombre real—, de 20 años, que cursa su segundo año en la Facultad de Comunicación. “La mayoría de los estudiantes tiene una fe ciega en la IA: copian, pegan y entregan. Sin ni siquiera pararse a leer o a verificar nada de lo que les ha generado”, explica la joven. “Algo que resulta especialmente paradójico si se tiene en cuenta que mis estudios, por ejemplo, se basan en la creatividad personal”, matiza. “Lo más frustrante es darte cuenta de que parece que se premia la picaresca por encima del esfuerzo”, confiesa. “Hay bastantes exámenes que son tipo test, generalmente digitales y, con un poco de astucia, es relativamente fácil hacer trampas y conocer las respuestas sin haber estudiado”, explica, “hay compañeros que no han pisado el aula ni un solo día y luego son los que acaban sacando la mejor nota”.
Tal vez hay que volver a la oralidad, que los estudiantes expliquen con sus palabras lo que han aprendido, cómo lo relacionan y cómo pueden aplicarlo

Xavi Cuartiella, profesor de Tecnología y Ciencias Sociales con más de tres décadas de experiencia en la Educación Secundaria
Ante este panorama, el profesorado parece ir a remolque y, aunque se intentan adaptar a marchas forzadas, la irrupción de la inteligencia artificial en las aulas ha pillado a muchos desprevenidos, sin recursos ni formación suficiente para afrontarla con eficacia. “Los alumnos siempre van un paso por delante”, confiesa Xavi Cuartiella, de 60 años, con más de tres décadas de experiencia en la Educación Secundaria como profesor de Tecnología y Ciencias Sociales. “Antiguamente se plagiaba la Enciclopedia Catalana palabra por palabra, luego apareció El Rincón del Vago, y hace unos diez años, la Wikipedia”, recuerda el veterano. “Hacerse una chuleta era un arte: las había en los bolis Bic, en las calculadoras e incluso en la capucha de la chaqueta del compañero de delante. Ahora todo está a golpe de clic”, admite. “Se ha perdido la cultura del esfuerzo incluso para copiar”, sonríe resignado.
Lo cierto es que, en muchos casos, ni siquiera los propios docentes son siempre capaces de detectar cuándo un texto ha sido generado por un chatbot. “En la universidad, los profesores utilizan herramientas para detectar el plagio y, en muchas ocasiones, acaban identificándolo”, explica Mireia. “Pero la verdad es que la IA no deja de avanzar y se está volviendo casi indetectable”. Algo que Cuartiella corrobora: “Aunque en la ESO nos la cuelan menos, porque la experiencia es un grado y los alumnos son más inocentes, hay que reconocer que demostrar que un estudiante ha copiado es una tarea complicada”, admite el profesor. “Ya no sólo porque tienes que pillarlo con las manos en la masa, sino porque los docentes hemos perdido autoridad, y las consecuencias de saltarse las normas acostumbran a ser más bien simbólicas”, subraya.
“Sólo me han pillado una vez, y me pusieron un cero en ese examen, aunque muchos profes han sospechado”, reconoce Adam. “Cuando notas que alguno te mira con recelo o te hace algún comentario, en el siguiente examen te pones en primera fila, y así se relaja un poco”, admite. A pesar de ello, “he conseguido copiar incluso con dos profesores vigilando el aula”, presume. Para Alba, hacer trampas -especialmente en los exámenes- supone todo un desafío. “Me va el corazón a tope”, asegura. “Es un chute de adrenalina, como si practicaras un deporte de riesgo”, coincide Adam. Sin embargo, para ambos, se trata de una sensación extraña, mezcla de culpa y satisfacción. “Sientes mucha presión por las notas, no llegas a todo y, aunque sabes que no deberías hacerlo, te pueden más las ganas de aprobar que las de seguir esforzándote”, asegura la joven. “Soy consciente que he aprendido mucho menos de lo que debería, pero prefiero pensar que ya me enfrentaré al problema en el futuro”, reflexiona el chico.
Debemos ser capaces de diseñar actividades donde el uso de la IA se haga de forma transparente y como parte del aprendizaje, no como un atajo
Para Cuartiella, quizás la solución pasa por buscar otras maneras de evaluar, para que los alumnos demuestren lo que saben. “Tal vez haya que volver a la oralidad, a conseguir que los estudiantes expliquen con sus palabras lo que han aprendido, cómo lo relacionan y cómo pueden aplicarlo”, apunta. “Ahí, la IA todavía no puede suplantar al alumno”, concluye. Otros, sin embargo, como Adrien Faure, de 43 años y profesor de la Facultad de Información y Medios Audiovisuales de la UB, van un paso más allá y admiten sin tapujos “que la IA ha llegado al mundo académico para quedarse”. “Hay que aprender a integrarla en el sistema de forma responsable y formativa”, explica. “Como docentes, debemos ser capaces de diseñar actividades donde el uso de la IA se haga de forma transparente y como parte del aprendizaje, no como un atajo”. En su opinión, la clave está en “preguntarse qué competencias queremos formar ahora que existe esta herramienta” y plantear dinámicas de trabajo y evaluación que fomenten la reflexión y la aportación personal entre los estudiantes, “usando la IA de forma declarada”.
Sea como sea, mientras el sistema encuentra la manera de restaurar de nuevo el equilibrio, muchos estudiantes seguirán intentando encontrar cómo burlar las reglas. Por suerte, la tecnología todavía tiene sus límites y no siempre es garantía de éxito. “Por el tipo de examen, o porque el profe vigila muy bien, no siempre se puede copiar” reconoce Adam, “y, a veces, ChatGPT también falla”, sonríe, “si no, tal vez me hubiera sacado el Bachillerato a la primera”.