La inglesa Mary Kingsley (1862-1900) vivió dos existencias radicalmente diferentes. Una vez le preguntaron a esta dama victoriana, que siempre vestía con faldas y enaguas almidonadas, si no le daban miedo los caníbales. “Cuando veían mi cara blanca, los niños de la aldea soltaban un alarido como si estuvieran ante el mismísimo Satanás”, respondió. “Es la mujer más valiente que conozco”, dijo Rudyard Kipling de ella.
Realizó tres viajes a África, que la convirtieron en una conferenciante y escritora reverenciada. El Museo Británico se quitó el sombrero ante sus hallazgos. De aquellas expediciones nacieron dos estupendos libros biográficos: Cautiva de África (Mondadori) y Viajes por el África occidental (Valdemar). Pero eso fue en su segunda y cortísima vida. Hasta los 30 años estuvo atada a los fogones y los trabajos domésticos.
Uno de los peces que catalogó, el 'Paramormyrops kingsleyae'
No se liberó de las tareas propias de su sexo hasta los últimos siete años de su vida, cuando fallecieron sus padres. Solo entonces dijo adiós a la supervisión del hogar y de la cocina (era una afamada repostera y cocinera) para convertirse en una audaz exploradora, comerciante y antropóloga. Eso sí, nunca salía de expedición sin una buena provisión de té. Protagonizó sus mayores gestas en solo tres años. ¡Pero qué tres años!
En tres décadas muchas personas no podrían hacer lo que ella hizo de 1893 a 1895. Dio su nombre a tres nuevas especies de peces, entre ellas el Paramormyrops kingsleyae, natural de ríos de la región ecuatorial de África Fue la primera europea que exploró territorios de África que no habían sido pisados jamás por una mujer blanca. También fue la primera montañera que coronó el monte Camerún, de más de 4.000 metros.
Cartel de una película de Abbott y Costello
Mary Henrietta Kingsley, su nombre completo, convivió entre nativos con fama de antropófagos y recorrió inhóspitas zonas de Gabón, Sierra Leona, Liberia, Camerún, Angola, Ghana, Nigeria... Nunca renunció al té ni a su vestimenta victoriana (“antes muerta que con pantalones”). Casi siempre de luto por sus padres, vestía con faldones hasta los tobillos, corsé, enaguas y sombrilla. Y de la sombrilla hizo bien en no separarse.
La falda y las enaguas le salvaron de morir empalada cuando tenía 31 años, como refleja una divertida anécdota en Viajes por el África occidental. La exploradora encabezaba una comitiva de guías y porteadores cuando creyó tomar un atajo y cayó en una trampa de caza: un foso con el fondo erizado de púas para ensartar a los animales. Se lo tomó a broma. “En ese instante una se da cuenta de la bendición de una buena falda gruesa”.
Henry Morton Stanley y uno de sus 'boys '
Los machos alfa de la exploración colonial, como el vil Morton Stanley o el mucho más digno sir Richard Burton hubieran convertido un episodio así en una odisea homérica. Ella se reía de su torpeza y elogiaba su buena suerte. Pero si la flema británica existe es por personas como nuestro personaje, que no necesitaba más armas que un remo o una sombrilla. Con el remo ahuyentó a un cocodrilo y con la sombrilla a un hipopótamo.
Nunca se alejó mucho de los utensilios de cocina y eso también resultó providencial. Una vez arrojó una olla contra un leopardo demasiado interesado en su falda, y no por cuestiones estéticas. Ironías al margen, pocos contemporáneos mostraron tanto interés como ella por respetar y tratar de comprender las culturas aborígenes. No solo desmitificó la antropofagia, también la poligamia (“¡menos trabajo para las mujeres!”).
De luto y con su inseparable sombrilla (también de color negro)
Su padre, viajero irredento, fue un médico de la aristocracia que dejó embarazada a una sirvienta, la madre de Mary, con la que se casó cuatro días antes del parto. El matrimonio tuvo otro hijo, un varón, que estudió en Cambridge. Mary no fue ni siquiera al colegio, a pesar de que era con diferencia la más espabilada de la familia. Aprendió a leer y escribir de forma autodidacta. Su padre solo consintió que recibiera clases de alemán.
Criticó los gobiernos coloniales y el mesianismo insensible de los misioneros. Veía a los nativos como semejantes, y no como salvajes a los que había que civilizar. Fue una pionera a la hora de denunciar que la rápida aculturización de los pueblos nativos por la contaminación y las injerencias de los colonizadores tendría graves consecuencias para el futuro de “ramas que pertenecen a nuestro mismo árbol, el de la raza humana”.
Un hombre negro no es un blanco menos desarrollado”
“En cuanto regreso a Inglaterra quiero irme de nuevo a África, como si el continente me llamara: ’Vuelve, vuelve, esta es tu casa...’, eso les dicen los nativos a las almas de sus amigos y eso es lo que me parece escuchar a mí”. No está nada mal para alguien que creció entre el jardín de su casa y la cocina, aunque siempre que podía se escapaba a ese lugar maravilloso donde comienzan casi todas las grandes aventuras: los libros.
Cuando se quedó sola, cogió los bártulos de su padre (él y su esposa murieron con meses de diferencia) y se fue a África, de la que tanto había leído. Le dijeron que esta tierra sería su perdición. Y fue verdad. Pero no la mataron los caníbales, sino otros salvajes. En su último viaje, en 1900, antes de cumplir 38 años, trabajó en un hospital de Ciudad del Cabo, atestado de heridos de la guerra de los bóers. Allí contrajo el tifus y murió.
